TRAS EL ÉXITO de Disneylandia (Disneyland en inglés) en California y de Disney World en Florida, los responsables de la sección de parques temáticos de la compañía Disney pensaron en dar el salto a Europa. Hicieron una lista de posibles sedes que incluía nada menos que 1.200 localidades del Viejo Continente. Una criba posterior redujo a cuatro el número total de candidaturas: dos en España y otras dos en Francia. Algunos empresarios españoles comenzaron a frotarse las manos y con razón, pues Disney, al igual que el rey Midas, tenía fama de convertir en oro cuanto tocaba. Ahora las cosas han cambiado, pero entonces la potente multinacional norteamericana estaba en la cresta del ocio.

Sin embargo, como la felicidad dura poco en la casa del pobre, le faltó tiempo a la izquierda estúpida española para oponerse a lo que de inmediato calificaron como una invasión gringa. Subrayo lo de izquierda estúpida porque la izquierda seria, que existe y es respetable, se echaba las manos a la cabeza por semejante campaña contra una gran oportunidad para este país ya entonces afectado por la lacra del paro, aunque no tanto como hoy. Los que se oponían eran los tontos útiles a quienes los listos -en este país no cabe un tonto más, pero tampoco queda espacio para un listo adicional- mandaban por delante, a modo de cañoneras suicidas, para que los responsables de la Disney los untaran convenientemente. En ese momento hubiesen cesado las manifestaciones contra la instalación de dicho parque. Quizá algo parecido, según me comentaba el otro día alguien que no suele equivocarse, a lo que está sucediendo en Canarias con el petróleo.

Ocurrió, empero, que a los responsables de la Disney se les hincharon lo que se suele hinchar en estos casos y, como no estaban para soplapolleces, se fueron con la música a una pequeña localidad situada a 32 kilómetros de París. Ciertamente también hubo controversia en Francia -de nuevo la tabarra de la invasión cultural, etcétera-, pero las disputas de ningún modo impidieron que Eurodisney (o Disney París, como se llama ahora) abriese sus puertas al público en abril de 1992.

Treinta años después, el proyecto Eurovegas corre el peligro de sufrir la misma suerte, suponiendo que pueda llamarse suerte a perder una inversión cifrada entre 15 y 18,8 millones de euros hasta el año 2022, que generará 164.000 empleos directos y 97.000 indirectos, amén de 15,5 millones de euros en ingresos por turismo adicional durante sus quince primeros años. "¿Quién se atrevería a rechazar semejante chollo?", se preguntaba hace unos días el periódico francés Le Monde. ¿Quién? Qué pregunta más trivial. Los de siempre. ¿Quiénes si no? De hecho ya se ha creado la plataforma "Eurovegas no" de la que forman parte, qué casualidad, la Asociación Libre de Abogados (¿?), Ecologistas en Acción (el turrón de todas las fiestas), el Foro de Turismo Responsable, el Grupo de Economía de Sol del 15M (que no falte la indignación), el Sindicato de Arquitectos, CC.OO. Madrid (bueno fuera que un sindicato estuviese por la labor de crear empleo), la Asamblea de Desempleados de Sol (más indignación), la Asamblea Popular de Alcorcón 15M, y El Soto y Jarama Vivo (olé), junto a otras organizaciones de las que, lo confieso humildemente, jamás he oído hablar. ¿Cabe o no cabe un tolete más en la llamada piel de toro?

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