La necesidad de acudir a los jueces para el ejercicio de los derechos de los padres a la educación de sus hijos en castellano supone, tras un reciente auto del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, en ejecución de cinco sentencias del Tribunal Supremo que amparaban aquel derecho, plantear problemas graves. El art. 3.1 de la Constitución establece el castellano como lengua oficial del Estado. Aunque la adscripción de la enseñanza a las comunidades autónomas podría regularse en los Estatutos, con arreglo a la Constitución, fue en el Estatuto de Cataluña cuando se calificó de "preferente" el uso del catalán, lo que fue declarado inconstitucional y nulo por la sentencia del Tribunal Constitucional de 28 de junio de 2010, al resolver el recurso del PP y del Defensor del Pueblo.

La ley de inmersión lingüística desplazó la enseñanza del castellano en los centros públicos y concertados. El catalán quedaba como lengua vehicular, contra lo cual recurrieron varias familias, a las que al menos cinco sentencias del Tribunal Supremo dieron la razón. Pero en ejecución de las mismas, el Tribunal Superior viene ahora a avalar al catalán como lengua vehicular, si bien reconoce los derechos de los recurrentes y los que en un futuro quieran hacerlo.

La judicialización de un derecho constitucional, amparado por los textos convencionales internacionales, y en particular por la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, sobre las opciones de los padres, y por el tratado de Maastricht sobre la calidad de la enseñanza en la Unión Europea, generalizará nuevos conflictos. Habrá discriminación y costo judicial. Además, el desafío del presidente Mas. ¿Dónde está la aplicación del art. 155 de la Constitución, y el principio de lealtad constitucional que Alemania y otros países europeos siguen ante los conflictos autonómicos o regionales?

Jesús López Medel

La mierda, para Canarias

El asunto de las prospecciones petrolíferas ha dejado al descubierto la poca vergüenza que tienen algunos dirigentes canarios del PP y el trato que dan a nuestro Archipiélago. Mientras políticos españoles como Esteban González Pons y Rita Barberá se niegan a que se realicen dichas prospecciones en aguas del Mediterráneo, el anticanario José Manuel Soria está empeñado en destruir el turismo, la principal fuente de nuestra riqueza.

Esteban González Pons ha sido categórico. Lo fue hace poco más de un año -en enero de 2011-, cuando dijo, en referencia a las posibles prospecciones en Mijas, que "no habrá nadie que venga a la Costa del Sol a tumbarse en una playa con una plataforma a pocos kilómetros". Totalmente de acuerdo. Fue más contundente al afirmar que "no habrá turismo que soporte la posibilidad de una marea negra o de chapapote bañando el litoral". Está en lo cierto. Y reforzó su postura diciendo que "el sistema de prospección que utilizan las compañías petroleras destruye el lecho marino, espanta la fauna, arruina la pesca y llena de aceite las playas cercanas". Cuánta razón.

¿Qué está ocurriendo aquí? ¿Lo que es malo para Valencia y Baleares es bueno para Canarias? ¿O es que los canarios solo estamos para que nos tiren la mierda? ¿Acaso son mejores las costas mediterráneas y baleares que las nuestras? ¿Vamos a permitir que Soria llene nuestras playas y costas de piche?

El dirigente popular ha rebatido los supuestos beneficios que promulga Soria con la llegada de Repsol a nuestras costas, y afirmó la pasada semana que "ese petróleo que destruiría el mar y el turismo no daría beneficio más que a la multinacional que se lo lleve". González Pons ha encontrado el respaldo de la alcaldesa de Valencia, Rita Barberá, los presidentes valenciano y balear, quienes han reiterado su postura en contra de las catas y han arrancado a los parlamentos autonómicos sendas resoluciones en contra.

Aquí, Soria sigue con sus aires de grandeza, su ordeno y mando cual general, y está dispuesto a llevar a cabo la mayor tropelía en el archipiélago canario desde la llegada de los conquistadores, hace más de 500 años. Lo bueno es que todavía estamos a tiempo de impedirlo.

Jessi R. Jiménez