Casi al final de la aventura, me siento a descansar. Hago resumen de mis días, cuento mi vida una vez más

(Carlos Pinto)

ES ESTE el cuarto mensaje que les dirijo a ustedes y en el que les hablo de la gente que conocí de pequeño y joven en mi calle, queridas personas casi todas que han moldeado mi vida. Y lo hago en un día que es un vestigio de aquella época franquista de los sindicatos verticales, que pagábamos todos los españoles nos interesase o no, una estructura impensable en una economía como esta del siglo XXI en que vivimos. Paradojas de la vida. A mí estos días de "espontánea" manifestación y piquetes "informativos" me traen a la memoria aquel 14 de abril de hace ya más de 80 años, en que, desde el balcón de mi casa, veía como pasaban por la Rambla, camino de la Casa del Pueblo, en la calle Robayna -como pude luego contemplar-, una serie de camiones que traían a grupos de alborozadas personas con banderas rojas y tricolores que celebraban, por lo visto, la venida de la 2ª República y la marcha del rey don Alfonso XIII, según me explicaba mi padre.

Pero esa es otra y la misma historia, ya que les contaba a ustedes con anterioridad que al lado de mi casa habían venido a vivir don Antonio Martín con una tienda de zapatos cerca del teatro Guimerá y con una hija (que pronto se casó) y un hijo con el que hice una gran amistad que, por desgracia, duro pocos años, sin culpa de nadie. Eran los días en que había estallado el Movimiento, que le decían, que a mí me cogió en 5º año de Bachillerato, y que no me dejó sino 40 años después. Casi todos los amigos que habían terminado Bachillerato o que lo hicieron en los tres años siguientes se habían presentado o se presentarían voluntarios al Ejército, y no digamos los universitarios, cuya Universidad lagunera se cerró durante los tres años que duró la contienda entre hermanos y que provocó la ida forzosa a una Península casi desconocida de la juventud de entonces.

Uno de aquellos jóvenes fue Antonio Martín Pérez, mi nuevo vecino, que se había apuntado a lo que se llamaba SEU, que quería decir Sindicato Español Universitario y que agrupaba a los estudiantes de toda España. Y seguramente por su influencia entré yo también a formar parte de aquella, por entonces, naciente institución por la que iba generalmente por las tardes, ya que por las mañanas iba al Instituto, bien en La Laguna como al de Santa Cruz, este ya en séptimo y último año de Bachillerato. Me acuerdo de que el jefe era un tal Valcárcel, que no se por qué lo relaciono con La Laguna, y otro de ellos era mi amigo y nuevo vecino, y que yo era el número 5 de los afiliados, cifra que recuerdo porque ya entonces me publicaron un pequeño artículo en un periódico de Santa Cruz, que no sé ni de qué trataba pero que recuerdo firmé, en lo que supongo creería un alarde de ingeniosidad, con "el número 5". La próxima vez que vaya por Santa Cruz voy a ir a la Biblioteca Municipal a ver si tienen catalogados los periódicos de aquellas fechas y puedo localizar el tal escrito para saber qué demonios podía escribir un joven de 16 o 17 años en plena guerra civil.

La misión que me encomendaron en aquel sindicato era la de ir formando una biblioteca con las aportaciones de libros que nos hacían particulares y entidades, aunque nunca supe cuál era el trámite a seguir para tales donaciones, que yo me limitaba a recibir y tratar de ordenar. En aquella misión yo vine realmente a ayudar a un compañero, de apellido Sansón y medio pariente nuestro, algo mayor que yo, que ya estaba allí. Y era medio pariente porque era primo de otros Sansón, el tío Eloy Sansón, que estaba casado con una prima de mi madre, la tía Manuela Cabrera, que vivían en la calle 25 de Julio, ya casi esquina con la calle Numancia, y en la que vivían con sus hijos (Alfredo, Carmita, Eloy, Quico y Mané), aparte de dos tías y un tío también Sansón, aunque quedaba todavía otro más que estaba siempre fuera de la isla porque se dedicaba como actor al teatro.

Mi compañero de biblioteca vivía en una casa de dos pisos en la calle Costa y Grijalba, en la confluencia con Robayna, por la que pasaba yo a menudo ya que estaba en el camino a la casa de los Gorostiza, que vivían con sus tías y hasta el abuelo en Jesús y Maria esquina con Viera y Clavijo, familia con niños más o menos de los de casa, y con quienes hice una gran amistad que aún dura, a Dios gracias. Con el bibliotecario Sansón tuve inicialmente algún tropiezo pues quería que se archivasen los libros por el color de sus tapas y no por temas, lo que mostraba lo poco científico de nuestros conocimientos. No me acuerdo mucho de mi compañero porque nunca le conocí a fondo y falleció creo que muy prontamente, aunque sí he conocido a sus hermanos mayores, que creo eran Arturo, Gabriela y Carmen. Lo curioso, y para mí interesante, del caso es que las oficinas donde se iba a instalar la biblioteca estaban situadas en el edificio de la Logia Añaza, en la calle San Lucas, justo enfrente de donde hoy reside nuestro director. En aquellos días, eso de la masonería era algo vedado, prohibido y hasta pecaminoso, y las oficinas las teníamos en el primer piso y nunca pisé el bajo, donde la gente decía que los masones celebraban sus ritos, que a nosotros se nos antojaban simplemente diabólicos. Y, como ya he contado anteriormente, mi tío Juan Vicente fue detenido después de la guerra por masón y pasó, como también he relatado, varios años en un penal en la Península. En cuanto a la biblioteca, mi tío Guuillermo nos donó un libro de la suya, sita en su casa de Ruiz de Padrón, 7 (casa que continúa, aunque al parecer en no muy buen estado de conservación y creo que abandonada), donde en la planta baja tenía su bufete, con dos despachos a la calle y el suyo y muy grande que daba a un patio interior. En el bufete había una estantería muy larga a lo largo de toda una pared, donde se guardaban las obras recientes, y de ellas recuerdo la "Revista de Occidente", que es casi centenaria, pues la fundó en 1925 don José Ortega y Gasset, revista que solía leer y que me sirvió en más de una ocasión para realizar los ejercicios de redacción que nos mandaban en el colegio Paedagogium Teneriffa y luego también en el Instituto. Pero en el patio de la casa había también una habitación grande que solo era biblioteca, con montones de libros y revistas, de donde escogió mi tío para donarla, a petición mía, a la incipiente biblioteca que estábamos formando, libro que creo recordar era una "Historia de España" de Ballesteros, que creo era padre de otro profesor que luego fue gobernador de Tenerife.

La importante amistad con Antonio Martín, al que llamábamos "Martián", casi terminó con el fin de la guerra, el 39, porque me fui a estudiar a Madrid y le perdí la pista porque fui poco por la isla mientras estudiaba. Luego me casé con mi única novia jamás habida, y me he quedado desde entonces en la Península. Ya de vuelta a Madrid, en los sesenta, me encontré alguna vez a Antonio con su gran amigo y mío también y maestro, por tantos motivos, como fue Francisco Aguilar y Paz, con el que le unía una gran amistad y con quien se veía mucho en Madrid y de quien hace unos años este periódico se permitió publicarme una crónica que hice con motivo del centenario de su nacimiento y en la que me permitía mencionar el aparente olvido en que tenemos a una de las sin duda más claras mentes de nuestra época, tesitura en la que continuamos. En aquella ocasión me permití, asimismo, comentar el olvido en que tenemos de siempre a don Juan Lliso, creador de la Refinería de Santa Cruz allá por los primeros 30, la primera que hubo en España hasta después de la guerra nuestra y tan puesta en permanente crítica por nuestros llamados ecologistas. Siempre he pensado la deuda de nuestra Universidad para con don Juan, cuya Refinería (que ya ni siquiera es española) durante decenios y decenios ha sido casi la única salida profesional para nuestros químicos y la justa decisión que sería que una asignatura del doctorado llevase tan ilustre y querido nombre como reconocimiento a la casi única realidad industrial de este archipiélago.

En cuanto al bueno de Martián ganó su cátedra de Derecho en La Laguna, se casó con una moza extranjera y un buen día aquí, en la Península, y en un viaje en coche hacia el Sur, paramos en el Parador de Manzanares y allí tuvimos ni mujer y yo la alegría y la sorpresa de encontrar a Antonio Martín con su mujer en el comedor y volvimos a reanudar una conversación suspendida durante 30 o 40 años, con lo que había perdido la lozanía original. Fue la última vez que tuve la ocasión de verlo y ahora que lo pienso creo que no volví a verle en Santa Cruz desde aquellos días de la logia de la calle San Lucas. En realidad es el último vecino que recuerdo de al lado de mi casa en la calle Lucas Fernández Navarro de entonces.