EN SU NÚMERO correspondiente al pasado 22 de marzo, este periódico publica un interesante y curioso artículo sobre una enfermedad que afectó a muchas personas en Tenerife, a la mayoría de las cuales las llevó a la tumba. Me refiero a la tan temida tuberculosis, producida por aquel bacilos de Koch, que producía verdaderos estragos entre la población.

Los datos de que informa el trabajo periodístico proceden de la Sociedad Española de Enfermedades Infeccionsas y Microbiología Clínica, cuyo director es el doctor Álvaro Pascual, el cual da cuenta, en su artículo, de la buena noticia de que los casos de tuberculosis en España se reducen a más de la mitad en los últimos diez años.

Tengo recuerdos de mi niñez y de los primeros años de mi juventud que, a causa de esta enfermedad, no son precisamente gratos. No tuve tuberculosos en la familia cercana, aunque pasé desde la infancia, verdaderos sustos teniendo contacto con algunos de los enfermos porque la tuberculosis era muy contagiosa. Recuerdo también haber tenido que visitar regularmente, para el oportuno reconocimiento, los despachos y consultorios del Servicio Antituberculoso de la Cruz Roja, establecidos frente a un lateral de la parroquia del Pilar, en Santa Cruz. La visita periódica era obligatoria para todos los jóvenes y alguna persona mayor que se quejara de síntomas, y recuerdo, igualmente, que la labor de la Cruz Roja en los diagnósticos y los remedios consiguientes, era constante y de gran meticulosidad.

Una vez, o me hicieron creer la posibilidad de un contagio o era cierto. Me dijeron en el consultorio que podía tener síntomas de la enfermedad. Fue una falsa alarma y no precisé atención, pero me llevé un tremendo susto y cumplí a rajatabla lo que me recomendaron. Y ahí terminó todo, pero me puse en guardia. Sin embargo, sí tuve malas noticias de una enferma que era sobrina de un familiar mío. Se trataba de una joven a quien su familia, por consejo del médico, la mandó a residir en un lugar de las Cañadas del Teide y allí vivía en una casa particular, porque lo que interesaba era la altura para la paciente, ya que estaba demostrado que la tuberculosis se desarrollaba menos en la altura, y así se disponían mansiones para alquilar en Vilaflor, una de las poblaciones más altas de Tenerife, vecina a las Cañadas del Teide.

Por esos años, se hizo famoso el especialista doctor don Tomás Cerviá, quien trató y curó a varios tuberculosos y fue uno de los artífices del sanatorio antituberculoso que se instaló en las proximidades de la montaña de Ofra, un lugar elevado situado en el sitio que llaman La Cuesta, entre las poblaciones de Santa Curz y La Laguna, más cercano a la capital. En el nuevo centro sanitario, que se puso pronto en servicio, ingresaron y recibieron tratamiento numerosos enfermos de todo el Archipiélago.

Ofra fue entonces, y tiempo después, algo que producía temor a mucha gente: los enfermos por sentir su dolencia y los sanos por estar expuestos al contagio. Se corrió el bulo del contagio y la gente cogió miedo a transitar cerca del centro sanitario. El sanatorio y don Tomás Cerviá, principalmente, casi lograron erradicar la tuberculosis y, desde luego, eliminar temores al contagio con una higiene rigurosa y muchos enfermos sanaron y se incorporaron a la vida normal.

Más tarde pude leer la magnífica novela de Tomás Man "La montaña mágica" una obra maestra que describe la vida y los sentimientos de varios tuberculosos acogidos en un sanatorio de montaña, y, años después, tuve amistad con un sacerdote que fue párroco durante varios años de la iglesia de Vilaflor y me contó varias historias de enfermos de tuberculosis con grandes semejanzas a los personajes de "La montaña mágica", pero con su campo de acción en Tenerife, datos que hubieran podido dar lugar a otra novela muy parecida a la de Man.