CADA VEZ que me dispongo a reanudar mis recuerdos de infancia y juventud sobre quienes vivían en mi calle Lucas Fernández Navarro del barrio de Salamanca, vuelvo a pensar lo mucho que ha cambiado todo desde aquellos años 30 en los que fundamentalmente se basan mis recuerdos. Basta con acercarse hoy a la calle, hoy en día cuajada de arriba a abajo de coches aparcados en ambas aceras, con lo que casi no se puede circular por el espacio disponible, en medio de una calle sin un solo peatón. ¿Y entonces? Pues entonces los críos salíamos a la calle a jugar, una calle adoquinada, donde, si acaso, bajaba con su gallo al frente el coche de don Heliodoro Rodríguez López desde allá arriba, cerca de lo que luego fue la calle Santiago Cuadrado. Porque la calle, sobre todo en período de vacaciones, era del dominio de la chiquillada, y las casas que realmente se conocían eran aquellas que tenían en sus familias hijos de nuestra edad, porque las que no los tuviesen eran para nosotros simplemente desconocidas, lo que ocurría también con aquellas otras que aún teniendo hijos de esa edad, por unas causas u otras, tampoco nos eran conocidos. Por eso, por encima de la casa de enfrente de los Maffiotte estaba el consabido callejón, al fondo del cual, como en otros sitios, había dos viviendas de dos pisos, supongo que iguales a la nuestra. Pues bien, me acuerdo de quienes habitaban la primera de ellas, que debería ser la nº 7, pero ni idea de quiénes estaban en la nº 9, porque en la primera había un me parece que brigada de la Banda de Música del Regimiento de Infantería y que también tocaba en la Orquesta Sinfónica, con varios hijos al menos varones, uno de los cuales se llamaba nada menos que Walkirio, con claras reminiscencias a la profesión de su padre, con los que luego solían jugar mis hermanos menores por cuestiones de edad.

Pasadas las dos casas del callejón estaba la casa de los Fernández Tabares, que era en realidad aquella con la que tuvimos mucho contacto con chicos y chicas de la familia, ya que muchos eran de nuestra edad y solo tenían una hija mayor que recuerdo aún que cuando se casó se fue a vivir con su marido Lecuona, que creo era funcionario de prisiones, a esa misma casa, ventana derecha del segundo piso. Pero esta familia es digna de mayor detalle, pues sus hijos, al menos los dos varones, compartieron conmigo el Colegio Paedagogium Teneriffa, que tantas veces he nombrado en estos escritos. En cambio, de las niñas solo recuerdo haberlas conocido como alumnas del colegio de las Asuncionistas, donde, por cierto, mi padre se pasó gran parte de su vida dando clases creo que de Física y Química, porque de Matemáticas lo hacía un por aquellos años comandante Garrido. De los dos hermanos, Pepito y Héctor, el mayor era un par de años más joven que yo y muy ingenioso. Han pasado más de setenta y cinco años y aún recuerdo verle con los antebrazos desnudos y llenos de barro, que al secarse se cuarteaban todos y tenían un aspecto algo fantasmal, que él aprovechaba luego para acercarse a los más pequeños, con aquellos antebrazos esqueléticos, mientras decía con voz como de ultratumba: "Soy la momia. ¿No te da miedo?", para pavor de los pequeños. Luego estudió para marino de guerra, algo que la reciente conflagración o motivos familiares había puesto poco menos que de moda (Paco Matos, Agustín Guimerá, Estebita Arriaga, "el Yepa", etc., nacidos todos al calor de don Serafín Junquera), y que creo continúa en las Islas, aunque no le veo desde el colegio. Hoy, que una parte de la nación, esa que llaman progresista vaya usted a saber por qué, habla mucho de la Memoria Histórica, esta familia Fernández Tabares tiene un pasado digno de ser conocido por todos ustedes, especialmente los de las nuevas generaciones, cosa que me propongo al menos esbozar, siempre basado en lo que por entonces supe.

El padre de familia era magistrado, en los años anteriores al 36 ya presidente de la Audiencia, donde en la propia Audiencia tenían reservada los presidentes una vivienda, que más de uno (como el para nosotros inolvidable caso de don Ricardo Alcaide, padre de también notables magistrados) no quiso nunca ocupar, sobre todo si se asciende al puesto desde la de magistrado de la propia Audiencia, ya que se posee vivienda previa propia o alquilada. Y cuando el gobernador civil se veía obligado a abandonar la provincia por desplazamientos a la Península, lo que implicaba al menos tres días de ida más otros tantos de vuelta en los barcos que unían la isla con Cádiz, preferentemente, más los propios de la estancia para los asuntos oficiales pertinentes, el puesto de gobernador civil era ocupado por el presidente de la Audiencia como máxima autoridad gubernativa. Como ya he comentado en alguna otra ocasión, a primeros de octubre de 1935 le tocó a mi vecino don José Fernández desempeñar el puesto de gobernador, con lo cual durante un cierto tiempo ejercía ambas funciones. No puedo precisar si se encontraba en una de esas circunstancias o no, pero una mala noche, al entrar en la Audiencia y en las escaleras de acceso a la misma, en la plaza de San Francisco, junto a la iglesia, fue tiroteado a muerte por unos desconocidos. Aquello sembró en el colegio, que casi acababa de comenzar el curso y donde estaban los hermanos Fernández Tabares, el revuelo correspondiente, que a todos nos sorprendió y jamás, al menos yo, hemos llegado a dilucidar cuanto entonces sucedió. Solo sé que nunca volví a oír hablar de este tremendo suceso que convulsionó nuestro pequeño mundo juvenil para mis 14 años. Tan solo un año después se inició la dolorosa guerra civil, que durante aquellos primeros tres años dividió a un país en guerra, pero ni entonces ni luego, en los años de paz que abren un amplio espacio de ya más de setenta años jamás conocido, en ninguna ocasión he vuelto a oír hablar de tan horrible atentado, de sus inductores y de su finalidad, lo que no quiere decir que no se sepa actualmente todo lo que hay que saber sobre tal hecho.

José Ramón Fernández Díaz, como tantas otras personas que aquí llegaron solteros desde la Península a un su primer destino (como es el caso de mi propio padre), es uno de los muchísimos ejemplos de peninsulares que aquí desarrollaron toda su vida profesional, aparte de la familiar, al crear en estas islas su primer hogar. Que estas líneas sirvan de reconocimiento a tantas personas que han dado origen a nuevas familias canarias, lo que ha sido y es nuestro mayor orgullo.

Pegada a la casa de los Fernández Tabares y antes del callejón correspondiente, estaba la de unas señoras Marrero, a las que decíamos "las de Arico", de las que honradamente no sé nada, aunque mi hermana Olimpia sí que lo sabe. Pero estos son mis recuerdos de entonces o los que yo mismo he podido saber luego de aquellas personas o de su evolución, con todas las inmensas lagunas que estas memorias suelen llevar consigo. Pero son las mías y no los "Anales de la Ciudad y sus Moradores". En cambio, en la casa de enfrente, la pegada a la de los Mascareño y luego la de mi amigo Antonio Martín Pérez, estaba habitada por una muy guapa medio pariente nuestra, Ana Cabrera (según supe luego), casada con un militar, el comandante Díaz Gómez-Landero, matrimonio que ya entonces andaba con dificultades, y de eso sí me enteré entonces. Allá por los años 60 conocí en Madrid a Antonio Cabrera Revilla en casa de mi tío Pepe. Aunque en Canarias das una patada en el suelo y salen varios Cabrera, el suyo y el mío tienen el mismo origen, de Garachico, cuando uno de ellos, militar, allá por el XVIII decidió irse a Lanzarote. Al cabo de unos años mandó a un hijo suyo de vuelta a Garachico, donde seguían teniendo propiedades, y ese es el origen de los Cabrera Revilla, que lo es la guapa Ana. En cambio, mi Cabrera hubo de esperar hasta que un Cabrera Felipe se hizo abogado y notario, y allá por los finales del XIX se marchó a La Laguna, donde nació mi madre y estudiaron Bachillerato sus hijos, entre ellos el físico Blas Cabrera, que murió en el exilio mejicano; el ingeniero José Cabrera, introductor de la energía nuclear en España y cuya primera central, ya desmantelada, llevaba su nombre, o como mi tío Guillermo, abogado en Santa Cruz.

A partir de estos primeros tres o cuatro bloques dobles, empieza a cambiar la decoración de la zona, desaparecen los callejones, en la margen de los impares había aún al menos dos monturrios a diversas alturas de la calle, y aunque de muchas personas sus caras y nombres me son conocidas, no sabría precisar siempre la casa donde vivían. No es ese el caso de los padres de Blanquita Zamorano, de Amos García Montelongo o de Paco Fumagallo, de las dos guapas hermanas Ramírez, de don Heliodoro Rodríguez o de Enrique Ramírez y sus hijas. Por allá arriba vivían y los veíamos pasar por delante de casa los Rufino, con su conocida ferretería, y cuyo sobrino, al que llamábamos Saso, jugaba conmigo en el callejón con pelota de trapo, o los hermanos Fernández, altos y potentes, uno de ellos portero de fútbol y periodista y el otro profesor mercantil y amigo de mi padre, con quien coincidían en visitas a casa Norberto Cejas y Arístides Ferrer, todos en su día discípulos suyos en la Escuela de Comercio, y este último también con parientes en mi calle, pero cualquiera sabe dónde. Ya se lo aclararé a ustedes la próxima vez si Dios quiere, aunque en la forma rudimentaria en que me acuerde.