ESTAS fechas que se aproximan invitan a la reflexión y a que hagamos un exhaustivo análisis de lo que ha sido la conducta que hayamos seguido hasta aquí, independientemente del cotidiano quehacer y habitual ejercicio del día a día, ordenando nuestros personales esquemas, sin obviar los urbanísticos de nuestra ciudad y las necesidades más perentorias actuales, como son educación, sanidad y la política financiera de los bancos respecto a los créditos y la actitud negligente ante la necesaria apertura empresarial del momento que vivimos.

Habremos hecho, posiblemente, juicios temerarios de algunos semejantes nuestros, por el sencillo hecho de pensar distinto a ellos. Y lo que hayamos hecho por mejorar situaciones y relaciones humanas que nos exige una mejor convivencia. A juicio de tentativa, siquiera eso, debiéramos ir resumiendo y que los avances que hagamos sean lo más convenientes posible. Mientras en nuestra sociedad no exista una regular dosis de humildad, jamás se nos reconocerán nuestros valores y éxitos.

Al cabo de los años vamos aprendiendo el buen uso de la razón, vamos descubriendo nuevas formas y comportamientos distintos que nos sirvan de firmes avales ante nuestros mismos adversarios, si los hubiera.

Si nos acercamos a la plana y limpia superficie del espejo de la vida, si analizamos nuestros defectos y virtudes, nuestra justa balanza no se inclina, se mantiene estática, inalterable, como si no pesaran las unas más que las otras, las tendencias innatas durante el trasiego vital de nuestra personal existencia. No somos ni mejores ni peores que los demás; solo somos diferentes, también pensamos distinto y, de acuerdo a las leyes naturales de la Humanidad, nuestra humildad iba a ser el hilo conductor de la felicidad. No habría tantas guerras ni hambrunas, no habría mejores ni peores ni inconformidades ni envidias ni bajas pasiones entre los seres humanos. Hasta es posible que lleguemos a entendernos, y hasta a compadecernos mutuamente; tal vez logremos conocernos mejor y, en consecuencia, valorarnos más y sin necesidad de autocensurar nuestros defectos ni estimar tanto nuestro equivocado ego, causante tantas veces de desgracias e incomodidades innecesarias.

Hagamos visible lo invisible atendiendo a nuestra conciencia, busquemos esa felicidad tan solicitada siempre, dentro de nosotros busquemos los cauces verdaderos de esa humilde capacidad de amar y tendamos nuestra mano a quienes hayan perdido toda fuerza física, pero no olvidemos el espíritu de cada cual y ayudémosles si nuestras posibilidades nos lo permiten. Con un poquito, aunque solo sea así, de nuestra solidaridad y amor hacia nuestros semejantes. Cualquier día en qualquier momento de nuestra vida; la ocasión siempre va a estar presente. Aunque solo sea una sonrisa o una exclamación consoladora para aquellos que lo han perdido todo, repito, y andan a la deriva esperando que les ayudemos.