TIENE la edad adecuada para ejercer la vida contemplativa, pero no se resigna a ser uno más en el local de la asociación de la tercera edad de su barrio. De modo que en vez de remover las fichas de dominó con sus encallecidas y deformadas manos, y pese al evidente desgaste de su dolorido cuerpo, se dedica de lunes a viernes a empuñar las herramientas de labor en su huerta para conseguir frutas y hortalizas suficientes que colmen el pequeño remolque de su minitractor. Con él, todos los fines de semana se aposta en un amplio arcén de la carretera para tratar de vender sus productos frescos a los conductores de los vehículos que por allí circulan. Objetivo que consigue la mayoría de las veces, al vender su mercancía a precios más competitivos respecto de otros lugares. A mi pregunta de por qué no se dedica a disfrutar de su merecida jubilación (si es que se puede llamar así, por la miseria de pensión que cobra), su respuesta no puede ser más contundente: "Con mis dos hijos parados de larga duración, ¿cómo cree usted que puedo dejar de trabajar? Al menos, ellos disponen todavía de un padre que los puede ayudar a sobrevivir en estos tiempos duros que corren". Y dicho esto, se apresura en entregarme la bolsa con la compra y se prepara para atender al siguiente comprador que acaba de aparcar su coche junto a su improvisado tinglado de venta. ¿Hasta cuándo?, me pregunto. Evidentemente, hasta que la enfermedad o las fuerzas le abandonen, o en el peor de los casos, que alguna persona con ínfulas de autoridad le haga desistir del empeño de sacar adelante a su familia con su esfuerzo cotidiano.

Pero hay más casos. El de una familia compuesta por un matrimonio de trabajadores, ambos en paro recurrente y de difícil contratación por rondar la cincuentena, y dos hijos. Una licenciada en paro, que se gana la vida dando clases particulares, y un varón empleado en una clínica veterinaria, dedicado a lavarle el culo a los perros con pedigrí, a cambio de un salario de mierda por el que ni siquiera cotiza. También en sus ratos libres practica el altruismo en una ONG reconocida, en la que se tiene que pagar hasta los desplazamientos y las dietas de manutención. En cuanto a sus progenitores, uno cuida de su huerto y de alguna cabeza de ganado caprino, mientras que su mujer se dedica a trabajar por horas limpiando casas ajenas. Al final, como las familias de antaño, todos hacen caja común y sobreviven como pueden.

El último dato que cito es el de un joven de treinta años, operador de cámara víctima de un ERE de su empresa, que combina los escasos quinientos euros de los dos años de paro con esporádicos subcontratos de videorreportajes para empresas y hasta para el partido político que ahora nos desgobierna en Canarias. Dotado de ideas emprendedoras, solo recibe apoyo institucional del consistorio de su municipio, sin ninguna cuantía económica. Y aunque su proyecto audiovisual resulta original, ni las asociaciones de comerciantes ni el partido político citado se apresuran en pagar los trabajos realizados. Y en el caso de percibir alguna cuantía, esta se queda en las manos del contratista, que es el que abusa de la profesionalidad y buena fe del parado, que aporta su propio equipo técnico y muchas horas de trabajo difícilmente cobrables. De modo que, una vez más, tenemos el ejemplo cotidiano de explotación a terceros por una serie de indeseables que se dedican a vivir del trabajo ajeno, sin ningún derecho de reclamación de los afectados.

Indudablemente, este joven técnico tendrá que enfrentarse a la disyuntiva de seguir con sus fallidos proyectos emprendedores o buscarse la vida fuera de las fronteras insulares de este territorio, siguiendo el consejo presidencial. Un espacio en el que una minoría acomodada o política contempla sin dolor de cabeza cómo moral y económicamente se hunden miles de familias a su alrededor, mientras que ellos viven de sus capitales, algunos no declarados, los primeros, o los percibidos por el erario. Un sistema pensado y planificado casi en exclusiva para la clase media, que es la que soporta casi todas las cargas impositivas de siempre o de nuevo cuño, maquinadas después de "dolorosas" sesiones en la presidencia de Gobierno, y corroboradas por la tropa de pancistas agradecidos que conforman la mayoría parlamentaria de las Islas.

¿A quién le extraña, pues, que los vecinos de Adeje vayan en rogativa, y desde hace cuatrocientos años, con la Virgen de la Encarnación a cuestas? Como tampoco resulta anómalo que un millar de peregrinos salgan de Vilaflor a patearse veinte kilómetros para llegar hasta la cueva del Santo Hermano Pedro e implorarle toda clase de peticiones. Y es que cuando el pueblo pierde toda esperanza solo le queda el recurso de refugiarse en sus creencias. Muy distintas de los que, por puro ejercicio de populismo político, presiden a veces estas manifestaciones.