"LO SIENTO mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir". Estas once palabras pronunciadas por su Majestad el Rey Don Juan Carlos I, momentos después de salir de la clínica tras salir de una operación en la cadera como consecuencia de un accidente durante un viaje privado a Botsuana, independientemente de las motivaciones o circunstancias que las hayan forzado, no solo implican una ruptura de la dimensión mayestática del titular de la Corona y, por ende, de la Jefatura del Estado, al descender al plano más humano y cercano de los ciudadanos, sino la corroboración del talante y forma de ser de un estadista singular y querido. Si bien no estaba obligado, y no lo está, a dar explicaciones de sus actos, en este caso, privados, el revuelo provocado por las revelaciones del viaje al país africano y participación en una cacería, con todo lujo de detalles, coincidiendo con unas circunstancias familiares especiales, como la convalecencia de unos de sus nietos y las críticas interesadas y oportunistas desde sectores sociales y políticos, principalmente, de la izquierda y republicanos, amén de otras posibles influencias, han podido haber obrado como catalizador de un hecho sin precedente en la historia de la Monarquía española. Y es que, aunque sea obligado por los condicionamientos externos o internos actuales, la aplicación de la cita "rectificar es de sabios" viene muy bien a este caso, máxime cuando nos referimos a una institución que debe predicar con el ejemplo o, al menos, ser consecuente, eso va en el sueldo, con lo que se dice en los discursos o cuando se insta al común de los mortales, al conjunto de los ciudadanos o de las instituciones a ser rigurosos en sus comportamientos en momentos difíciles o pregonar que todos somos iguales ante la ley.

El título II de la Constitución Española establece en su artículo 56.1 que "la persona de Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad. Sus actos están siempre refrendados en la forma establecida en el artículo 64, careciendo de validez sin dicho refrendo, salvo lo dispuesto en el artículo 65".

Las circunstancias y el país han cambiado en treinta y seis años de monarquía y, por ende, de libertad, donde la figura de la Corona ha desempeñado y representa un papel capital. Su servicio y dedicación al país son incuestionables, verbigracia el trabajo realizado antes, en y después de la transición política, la consolidación del sistema democrático tras la prueba del intento golpista del 23 de febrero de 1981 y ni que decir tiene del protagonismo de Don Juan Carlos a finales de los años 60 del pasado siglo cuando asumió las obligaciones para la sucesión a la Corona, en el anterior régimen de Francisco Franco. Y está fuera de toda duda el papel de primer embajador de España en el mundo antes y ahora. Todo este bagaje u hoja de servicios a España no puede ser eclipsada o soslayada por un episodio o episodios de carácter personal o privado. Sin embargo, en este caso, se solapan las líneas divisorias entre lo público y lo privado, porque nos referimos al primer funcionario del Estado o del Reino, independientemente de sus prerrogativas y obligaciones constitucionales, sujeto al cuidado de las formas y a unos mínimos de transparencia institucional sin que peligre su seguridad.

Cabría preguntarse qué hubiera pasado de no haberse registrado el accidente del monarca durante su estancia en Botsuana. Hubiera pasado desapercibido el viaje privado del Rey. Resulta llamativo que se publiquen fotografías de una caza de elefantes tomadas en 2006. De ser así, ¿por qué trascienden ahora y no entonces? ¿A quién le puede interesar tanto revuelo o escarnio?

La supervivencia de la institución de la Corona representa una garantía incontestable del actual sistema democrático y de libertades públicas e individuales que asumió como suyos el pueblo español con la aprobación de la Constitución de 1978. Poner en tela de juicio o menoscabarla empleando como pretexto los citados acontecimientos recientes o pasados que afectan a la vida personal del monarca o de la propia Casa Real supone, cuando menos, un acto de irresponsabilidad e insensatez y, seguramente, la evidencia de un desconocimiento del título II de la Carta Magna de este país. No obstante, resulta saludable que la opinión pública disponga de instituciones transparentes y exija claridad en la gestión de todos y cada uno de los asuntos del Estado, no precisamente ahora, cuando se atraviesa un bache económico, sino siempre.

No perdamos de vista que la Constitución española señala en su artículo 56, apartado primero, que "el Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones, asume la más alta representación del Estado Español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica y ejerce las funciones que le atribuyen expresamente la Constitución y las leyes".

Ahora, cuando la crisis económica aprieta, salen a relucir los gastos de personal en el sector público y, por ende, del coste que representa el sostenimiento de la Casa Real Española. El artículo 65.2 señala que "el Rey recibe de los Presupuestos del Estado una cantidad para el sostenimiento de su familia y Casa, y distribuye libremente la misma".

Pero si nos ponemos a comparar las asignaciones de la Presidencia de la República francesa y la Casa Real, la diferencia es considerable entre ambas. No digamos con respecto a la realeza británica, con un costo estimado en 54 millones de euros (36,7 millones de libras) de la Realeza británica, que, curiosamente, sigue estando por debajo del presupuesto del mantenimiento de la Presidencia de la República del país galo.

El mantenimiento de la primera institución republicana francesa asciende a 90 millones de euros frente a los 25 millones de la Casa Real Española desde el punto de vista global, aunque el costo oficial para este año es de ocho millones de euros, un 2% menos con respecto a 2011, que ya representaba un 5% en relación a 2010.

En estos momentos está en discusión si tal asignación con cargo a los presupuestos generales del Estado debiera estar o no sujeta a la Ley de Transparencia. Aunque, a decir verdad, esa dedicación en cuerpo y alma, y pese a los fallos propios de nuestra condición humana, que también atañen a la realeza, no se paga con dinero. Así pues, D-s salve al Rey. Lo expresa un republicano.