ESPAÑA no debería celebrar hoy el Día del trabajo, como se hace en todo el mundo, sino la festividad del paro. Suponiendo, claro está, que un desempleo generalizado -y en Canarias más generalizado todavía- sea motivo de jolgorio. Aunque en estos momentos no estoy pensando solo en los 5,6 millones de personas con edad y condiciones para trabajar que están en su casa cobrando un subsidio raquítico, los que todavía tienen esa suerte, y mirando para el cielo; más bien estoy meditando sobre el calendario laboral de esta semana en Santa Cruz de Tenerife sin necesidad de ir más lejos. Lunes sí, martes no, miércoles sí, jueves no, viernes sí, sábado no lo sé y domingo por supuesto que no. ¿No iban a trasladar las fiestas a los lunes o a los viernes, según cayesen más cerca del inicio o el fin de semana, para evitar estos disparates? Resulta comprensible que la celebración del primero de mayo, por su carácter internacional, se mantenga en su día. ¿Pero el día de la cruz que, además, solo es festivo en escasas localidades tinerfeñas, a cuenta de qué consume una jornada laborable en pleno jueves? ¿Porque es necesario contar con ese apoyo para sustentar el acueducto?

Entre tanto nos estamos desayunando cada mañana con una solución milagrosa. Suele ocurrir cuando ya no queda más opción que jugar a la desesperada. El otro día fue Manuel Fernández, secretario regional del Partido Popular, quien propuso la supresión de los cabildos de las dos islas capitalinas. Ayer lunes conocíamos una idea de Cristina Tavío, presidenta del PP tinerfeño, similar aunque en sentido contrario: eliminar en Canarias el escalón autonómico de la Administración y crear un gobierno de transición integrado por los siete cabildos y un equipo técnico, "antes de que Europa nos lo imponga". Europa está a punto de imponernos otras cosas bastante más serias, y también bastante menos soportables, si queremos que nos sigan dando dinero para parchear nuestros déficits.

La propuesta de Cristina Tavío no es insensata pero sí irrealizable. Pudo tener cabida hace muchos años cuando comenzó a montarse el tinglado autonómico. Antes de que existiesen las autonomías Canarias ya era una región diferenciada y autónoma en muchos aspectos: poseía unos cabildos insulares agrupados en mancomunidades provinciales cuyas competencias eran bastante más amplias que las funciones encomendadas a las diputaciones provinciales peninsulares, un régimen de puertos francos que favorecía el comercio y establecía una fiscalidad diferenciada y más ventajosa que la existente en el resto de España... Todo eso acabó, de alguna forma, con la normalización autonómica; con el café para todos que nunca quisieron algunos, como Jordi Pujol, aunque no les quedó más remedio que admitirlo. Ahora no hay con qué pagarlo.

La autonomía canaria pudo haberse edificado sobre los cabildos, ciertamente, pero no fue esa la opción elegida porque no interesaba aquí ni en Madrid. En Madrid para no dar pie a situaciones excesivamente excepcionales y aquí porque viste más -eso parecía y sigue pareciendo- ser presidente del Gobierno regional que de un cabildo, incluso con la categoría de primus inter pares si ese fuese el caso. Cristina Tavío, insisto, llega tarde con su órdago; nada menos que treinta años tarde.

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