PRIMERO de mayo ya en horas de la noche. Los informativos de televisión dan cuenta de las manifestaciones propias de la fecha. Ha habido menos gente en la calle que en años anteriores, pero eso no se dice. O si se dice, se hace de forma disimulada. Les preguntan a varias personas el motivo de que se hayan sumado a las protestas. "Queremos para nuestros hijos un futuro mejor que el que hemos tenido nosotros", dicen al alimón los miembros -me refiero al miembro y la miembra- de una pareja joven; 35 años ella y 36 él. Hago unas cuentas rápidas. Llevamos más o menos cuatro años de crisis, a la que precedieron tres lustros de bonanza. En total, 19 ó 20 años en los cuales la mayoría de los habitantes de este país han vivido bastante mejor que sus inmediatos antecesores. En caso contrario no hubiesen llegado millones de inmigrantes. Si a 35 ó 36 años le quitamos 19 ó 20, esa pareja que ansía un futuro mejor que el suyo solo ha conocido la abundancia desde que los dos iban al instituto. ¿Qué más quieren? Naturalmente, quieren más para sus hijos. Bueno es que así sea; lo absurdo sería lo contrario. Por ahí, ninguna objeción. Asunto distinto es quién lo va a pagar. Y con qué.

Acongoja -más bien acojona- comprobar cuánta gente sigue sin enterarse de que las longanizas se acabaron. Durante esos diez o quince años de crecimiento delirante hemos vivido no con cargo a nuestros recursos, que siempre han sido escasos, ni a nuestra productividad, que es aun menor, sino usando el dinero que interesadamente nos prestaban algunos europeos. Interesadamente no solo para cobrar los intereses, aunque también, sino porque necesitan dar salida a sus excedentes de capital y, sobre todo, para que siguiésemos comprando los productos de su pujante industria. Aquí, ningún belillo que se preciara se ha conformado con menos de un BMW o un Audi de alta gama. Nos prestaron tanto dinero, que en un solo año -2006- construimos tantas casas como se edificaron en Alemania, Italia y Francia en su conjunto. Detalles que le permitieron a esa pareja de jóvenes ansiosos de un futuro mejor para su descendencia acudir a una universidad casi a las puertas de casa -tenemos la mitad de la población de Alemania pero el doble de universidades que los teutones-, disfrutar de clases con un número de alumnos por profesor menor que la media europea y vivir colgada de bienestares sociales imposibles de soñar -más bien de alucinar- en este país hace cincuenta años, ni siquiera tras un copioso desayuno con grifa del Rif. Tal vez en el futuro podamos volver a este pretérito inmediato, pero no en un futuro cercano considerando que antes debemos pagar la cuantiosa deuda acumulada.

La crisis me está afectando como a cualquiera que habite en España y no sea banquero. Miente el que presuma de lo contrario. Hasta los funcionarios viven con el alma en vilo. Y me afectará más -sobra recordar cómo están los medios de comunicación- a medida que avancemos en la caída al abismo, porque esto todavía no ha terminado. Sin embargo, y pese a la parte alícuota del castigo que me va a corresponder, ojalá el bofetón -la cachetada para los vernáculos- sea tan fuerte que le quite la bobería a una sociedad más idiotizada que ninguna.

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