UN DÍA, hace ya tiempo, un profesor de la Universidad de La Laguna llamado Andrés Borges estudiaba el sistema inmunológico de las plantas; que lo tienen al igual que los animales. Empezaba a afectar a las plataneras canarias el llamado Mal de Panamá; una enfermedad provocada por un hongo que desde hacía un siglo causaba estragos en las plantaciones de todo el mundo. Las investigaciones que realizaba el profesor Borges sobre el mencionado sistema inmunológico hubieran podido limitarse al aspecto teórico. Un par de artículos enviados a revistas científicas de prestigio -las que cuentan para el currículo de un investigador y para aumentar sus emolumentos- y nada más. Lo de siempre; o lo de casi siempre, para no generalizar de forma absoluta, que tampoco es el caso.

Lejos de quedarse en esa estéril senda del "burocraticismo" científico, Andrés Borges, conocedor de los problemas que existen en Canarias más allá de las puertas de la Universidad, quiso saber si determinadas sustancias activadoras del sistema inmunológico vegetal poseían alguna utilidad contra el Mal de Panamá. Su idea no era sintetizar un nuevo plaguicida, pues todos habían fallado contra el hongo de esa plaga, sino fortalecer a las plantas para que se defiendan por sus propios mecanismos. Le costó, pero tuvo éxito. Veinte años después, los trabajos de Andrés Borges -que hoy continúa desarrollando brillantemente su hijo, también llamado Andrés- han producido ocho patentes industriales bajo las que se comercializan internacionalmente varios productos. Hoy el Mal de Panamá continúa siendo un problema para las plataneras, indudablemente, pero ya no es un problema insoluble.

Sobra explicar que estamos ante una situación excepcional. No es la única; desde luego que no. Sería injusto citar unos cuantos casos adicionales porque serían otros muchos los que se quedarían en el tintero. No me resisto a mencionar, sin embargo, a Francisco Sánchez. Un físico que llegó a Canarias a finales de los años cincuenta y tampoco se conformó con doctorarse en astrofísica -luego sería el primer catedrático de esa disciplina en España- y atiborrar su currículo con artículos que actualmente dormirían el sueño de los justos en las estanterías de las hemerotecas científicas. Si lo hubiese hecho, y estaba en sus manos optar por la vía cómoda de hacerlo, ¿cuántos físicos, astrofísicos, matemáticos, ingenieros, informáticos, etcétera, estarían trabajando no en la vanguardia de la investigación mundial, sino a lo sumo dando clases en instituto de ESO o de administrativos en un banco?

Casos excepcionales, insisto, porque lo habitual es esa somnolencia de funcionario a la que renunciaron Borges, Sánchez y muchos más, indudablemente, pero no todos. La mayoría de los científicos españoles, o hace investigación de confirmación de resultados obtenidos por otros, o se pone la bata blanca pensando solo publicar porque eso es lo único que los avala ante el sistema. Una buena solución en el ámbito personal, por supuesto, pero también la causa de que la Universidad solo sea capaz de devolverle a la sociedad una ínfima parte de lo que la sociedad invierte en ella. Y también, a la vista está, de que existan tantos licenciados trabajando de teleoperadores o repartiendo pizzas en ciclomotores humeantes. Amén de ruidosos.

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