Y HABLO de la que está en el sabinar de La Dehesa, retorcida, resquebrajada, con sus troncos de años y su penacho de largas ramas que tocan el suelo por la doblez influida por el viento de siglos que allí nunca ha dejado de soplar.

Es esta sabina un símbolo de la isla, uno más, que en muchos momentos de sus vivencias estas se engrandecen porque hasta ella se han acercado inolvidables personajes que han construido la mejor fotografía posible dando realce al espacio y al hombre.

Una de esas fotografías (hecha por mi primo Ramón) es la que la sabina, la grande, acoge en sus angostas raíces que brotan sobre la tierra a José P. Machín, otro símbolo herreño. En esa ocasión, bajo sus alborotadas ramas, se unieron dos referentes de la isla, magníficos y ya ampliados. Don José (como lo llamábamos sus amigos), sentado con su historia, con sus curiosidades, su forma de vestir y sus melenas al viento, y la sabina con las suyas, igual, en un íntimo diálogo donde cada cual portaba las razones históricas de una isla sometida al silencio roto muchas veces solo por el silbido de ese mismo silencio del sabinar.

Esa fotografía que nos dice de tantas cosas encierra un sinfín de sugerencias para los que tenemos a la isla en la memoria y como un deseo imperativo de estar en todas las vicisitudes que giran a su alrededor.

La sabina a la que hacemos referencia que destaca por su belleza y grandiosidad del resto y en la soledad donde está su implantación, su presencia en la economía de la isla, economía de supervivencia, es un monumento que la naturaleza ha regalado a una isla rica en ellos, casi infinitos, ilimitados, que se extienden desde el legendario Garoé hasta la sabina de La Dehesa. Si uno se pusiera a contar no acabaría lo que ha decidido la vida de la isla en torno al Garoé, a la sabina, al pozo de Sabinosa al faro de Orchilla, a la fuente de San Lázaro, a la charca de Tefirabe, al viejo espigón de La Estaca, al risco mayestático de la montaña del Tesoro, recuerdo del viejo volcán, la visión hacia el horizonte desde el mirador de la Esperdita o el de Jinama; las piedras caídas del viejo pueblo de la Albarrada, o las fotografía del Tamaduste, de Echedo; o la Caleta donde las casas de cal y cemento no existían, solo los pajeros de colmo que fueron cediendo terreno a lo nuevo, pero que en el recuerdo de una memoria pasada están ahí como impactos de grandeza, de nobleza, del íntimo contacto del hombre con la naturaleza, del herreño que ha tenido muchas veces una vida comprometida y que ha sabido hacer de su inquietud la mejor medicina para salir adelante.

El Hierro, con toda la riqueza que encierra su paisaje donde hoy destacamos la sabina con José P. Machín, será siempre motivo no solo de curiosidad, sino de reflexión y de entender paso a paso la historia de una tierra que no lo ha tenido ni lo tiene fácil, pero que ha contado con el empeño de su gente para ir haciendo de su isla a la que se le consideraba la más pequeña tan grande como la que más.