EL HOMBRE siempre ha aspirado a ser libre, pero, por paradojas del destino, la informatización y robotización manejan nuestras vidas. A veces me pregunto si somos de veras conscientes de a dónde hemos llegado. Juzguen ustedes mismos. De pronto, se funden los plomos o se estropea un ordenador y todo queda en el aire y nosotros con cara de idiotas, sin franqueo, sin cita médica, sin dinero, sin aire acondicionado, sin aviones, sin billetes para el tranvía, sin medicinas. Sin nada.

El otro día viví en mis propias carnes uno de esos momentos inolvidables que nos depara la tecnología, pues en mi pueblo hay una oficina de Correos dirigida por una señora muy "amable" y gestionada por unos personajes que van a fuego lento, con carburo. Iba a franquear una carta de las de toda la vida, es decir, un sobre con un folio, correo ordinario, y tuve que hacer una larga cola con su correspondiente espera. Aunque en honor a la verdad hay que decir que se hizo amena por las quejas de los que me antecedían, mordaces en sus comentarios sobre la pausada ejecución de cada movimiento de los susodichos. La verdad es que parecían técnicos de laboratorio, cirujanos de la cosa, con una parsimonia y celo tal que a buen seguro pudieran equivocarse en un gramo, eso sí, dando la sensación de estar desbordados de trabajo y, además, sin venirse abajo, como los grandes actores que se aíslan ante todo aquello que pueda sacarles de su papel en una obra prima.

La puesta en escena consistía en que el que iba a carburo era observado en sus tareas por la directora de la oficina y otra chica, un papel secundario y cuyo estatus laboral se desconoce, atentos a las cifras que mostraba la pesa -la cual ahora es electrónica y está conectada con el sistema-. Cuando, de pronto, este se "cae" y ya no se puede mandar carta alguna. Y es que ya no hay carteros -ahora son funcionarios de Correos-, de los que usan sellos de los de salivilla y puñetazo, de aquellos que se mojaban en una esponja naranja cuando la lengua se secaba, ahora hay que ir al estanco si queremos tener estampitas para coleccionar. Y así, todo. Vivimos escenas que son de puro surrealismo.

Antes, subirse a la guagua tenía su ritual. Llegabas a la ventanilla, pedías un ticket para la ruta escogida, preguntabas el horario de salida y el vendedor cogía un cartón sobado en el que aparecían los destinos, mirando con detenimiento para descifrar en los números que aparecían a su lado los cambios fijados a última hora. Pagabas en efectivo y te llevabas el billete. Fácil, ¿verdad? Bueno, pues ya no es así. Si llegas a la terminal y está estropeado el ordenador -se ha caído, te dicen impasibles-, no puedes comprar billete aunque el autobús esté a punto de partir. Si se te ocurre reservar por teléfono, serás protagonista de un diálogo antológico entre la máquina y el hombre.

Y qué quieren que les diga, donde haya una voz humana capaz de comunicar que se quiten las enlatadas. Es la sustitución de lo humano por lo mecánico, ¿me siguen? El hombre contra la bestia. Quieres informarte sobre cualquier trámite, descuelgas el teléfono y marcas el número. Ring, ring. Voz femenina y mecánica al canto: "Habla con el..., con la finalidad de proteger sus datos y para su seguridad le informamos de que esta conversación será grabada. Espere un momento, por favor". Mal empezamos si para darme información ya me habla de protección de datos y de misteriosas grabaciones; ¿qué será lo que viene a continuación? Por tanto, llena de malos augurios, espero paciente, con el auricular pegado a la oreja. "Diga de qué se trata su consulta". Información sobre tributos, apunto. "Repita su solicitud; no hemos entendido bien su respuesta". Insisto en el pago de tributos. Entonces me ponen una canción canaria y me hacen esperar un par de minutos. De nuevo la voz electrónica de marras: "Si se trata del recibo de IBI, diga uno; si es de vado, diga dos; si se trata de multas, diga tres; si en su caso es un recibo devuelto, diga el cuatro; si es rodaje de vehículos, diga cinco; si es que no está conforme con un cargo, diga seis; para otras opciones espere...". Bueno, lo mío era saber cuándo se pone al cobro el recibo de la basura -respondo por lo bajito y con cara de bobalicona, pues me parece que esa opción no la enumeraron-. "Espere un momento, por favor". Pasan diez segundos, o así. "No le hemos entendido la pregunta", dice la voz metálica. "¿Puede repetirla?". Basura, preciso. "Sí", afirma la voz, y ahí sigo, esperando, con resignación teresiana, todo sea por salvar mi bolsillo pagando en fecha, pienso. Total, que entre una cosa y otra llevo al teléfono unos diez minutos, cuando me dicen: "No le hemos entendido la pregunta. ¿Puede repetirla?". Así que decido cambiar de táctica y le señalo directamente la tesorería municipal. "Espere un momento, por favor". Al cabo de otro par de minutos, la voz anónima apunta: "Lo sentimos, el horario del servicio de tesorería de este Ayuntamiento es de nueve a una, gracias por su llamada", click. Me quedo pensando, desconcertada. ¿De la noche o de la mañana?, y cuelgo el auricular.