NO HABÍA cine ni televisión ni fútbol ni... nada; bueno, algo de eso, sí. La gente de la clase media en el siglo XVII español procuraba vivir una vida digna, sin estridencias, ajena en la medida de lo posible a las revueltas sociales que, en otros estamentos, comenzaban a darse debido a las carencias que sufrían. Olvidándonos del bracero, del simple peón de nula cultura, quien tenía la suerte de disfrutar de un empleo medianamente remunerado procuraba cubrir las apariencias para no ser criticado por amigos y vecinos, atentos todos ellos a ejercer el deporte nacional -la envidia- y difundir la realidad social del individuo en cuestión. "Hija, no tienen ni para comer. Todo se lo gastan en la niña, a ver si consigue un buen partido"; "no tienes más que ver al marido. Lleva el mismo traje desde hace muchos años", etc. Una sociedad, en definitiva, que vigilaba mucho los valores morales pero que no se recataba llegada la hora de juzgar al prójimo.

Pero esa actitud no se daba solo en las clases menos pudientes, sino también en las adineradas; yo diría, incluso, que con más intensidad. Careciendo igualmente de todo lo que afectaba a la sociedad en general, cubrían su aburrimiento con fiestas y reuniones a las que acudía lo más granado de su entorno, por cuyo motivo aparentar el poder que la familia en cuestión tenía era primordial. Los refrescos de limón y naranja, las pastas más diversas o alguna copa de vino eran lo más usual, pero el anfitrión, cuando era un indiano, o sea, alguien que había hecho su fortuna en América, quedaba como un rey si ofrecía a sus invitados una taza de chocolate con rebanadas de pan. El chocolate, corría ya el siglo XVIII, era un producto caro que se traía del Nuevo Continente, o lo que es lo mismo, solo al alcance de las grandes fortunas. Incluso, en esas reuniones, la señora de la casa solía llamar a la doncella para que le llevase al loro -¿qué indiano no tenía un loro?- las tabletas de chocolate sobrantes.

Pero llegó un momento en que el movimiento pendular de la vida hizo que la fortuna de aquellos "potentados" disminuyera, por cuyo motivo, y para seguir presumiendo de su estatus social, decidieron suprimir el chocolate del loro; el que sobraba se guardaba para otra ocasión. O sea, cuando una situación económica es delicada se decide suprimir una partida cuyo gasto es insignificante.

Me doy cuenta ahora de que llevo escrito la mitad del artículo y aún no he dicho el propósito que me ha llevado a escribirlo, conque ya va siendo hora: se trata de la decisión tomada por la Consejería de Sanidad del Gobierno de Canarias de no servir más comidas a los acompañantes de los niños, o los adultos en fase terminal, ingresados en los hospitales públicos del Archipiélago. Este servicio, vamos a llamarlo así, se prestaba desde hace más de treinta años, siendo la razón totalmente lógica: el paciente, niño o adulto, necesitaba la ayuda de algún familiar para atender sus necesidades más perentorias, compensando su sacrificio con la alimentación.

Según la Consejería, "en la situación actual de coyuntura económica, los hospitales públicos del Servicio Canario de Salud deben hacer un ejercicio de responsabilidad para garantizar la atención de sus pacientes". Y no continúo con el texto del decreto (¿?), ya que ahí está el quid de la cuestión. Porque no cabe duda de que la Consejería está segura de que los acompañantes van a continuar al lado de los suyos, o lo que es lo mismo, asumiendo una función que a ellos no les corresponde, sino al personal del centro. Distinto sería si ese personal aumentase y se prestase a los enfermos el cuidado que ahora corre a cargo de los familiares

Creo que la Consejería de Sanidad debería tener la honestidad de dar a conocer el gasto que en 2011 originó el servicio que ahora se ha suprimido, y evaluar, igualmente, el que ahora van a sufrir infinidad de familias, la mayoría de ellas en situación económica precaria. Si la cifra en cuestión no se publica, habrá que pensar que se trata del "chocolate del loro", y que debido a su exigua cuantía su publicación llenaría de rubor a los que han pergeñado la idea.

Como estoy seguro de que la Consejería de Sanidad no dará marcha atrás en sus propósitos -el mando es sabio y nunca se equivoca-, sí me gustaría que la severidad de la medida -echémosle un poco de humor al asunto- se complete con otra autorizando a los familiares a llevar a los hospitales afectados la comida que necesiten. ¿O es que, además, tendrán que ir a la cafetería del centro?