A estas alturas de nuestra reciente historia, especialmente en sus aspectos político, jurídico y económico, resulta cuanto menos un descaro, incluso una broma de mal gusto, continuar llamando democracia a un sistema que permite que un gobierno utilice los recursos excepcionales del decreto (entiéndase absolutismo parlamentario) para remover hasta sus más profundos y sólidos cimientos semánticos lo que la milenaria palabra significa, esto es: participación del pueblo o sus representantes en las decisiones políticas.

Y el último testimonio de este encuentro de la España demócrata total por unas horas lo expresamos hace aproximadamente ocho meses, y la mayoría de nosotros motivados, entre otras cosas más o menos objetivas, siguiendo lo publicitado en unos programas electorales.

Apenas unas semanas después de tan magno acontecimiento democrático, los señores/as elegidos/as por sus partidos (¿democráticamente y por sus talentos?) inician su andadura como diputados, consejeros, ministros, presidentes autonómicos, alcaldes..., y por encima de todos ellos el presidente de la nación, en este caso el señor Rajoy; y es aquí, en este momento, cuando la democracia auténtica comienza a tambalearse, a crujir sus cuadernas, y el pueblo vuelve a darse cuenta de que algo en este sistema no funciona del todo bien (vamos, que no funciona), y que de aquellos cantos de sirena que fueron los mítines bullangueros, las promesas de cuentos de hadas, las enfáticas palabras y palabrotones de buena práctica justa y solidaria para todos, gobernados y gobernantes, solo queda el eco humorístico de tan estúpida charada, pero que significa el comienzo de la carrera sin título reglado para un buen número de inteligencias poco preparadas o mediocres, participantes todos de una llamativa y nada ejemplarizante y antidemocrática injusticia: la diferencia de derechos entre gobernantes y gobernados, a nivel político, jurídico, laboral, fiscal..., gracias a unas prerrogativas autoproclamadas y que suponen un agravio comparativo con respecto al resto de trabajadores españoles.

Ejemplo actual y para el que suscribe absolutamente concluyente: un partido, el PP en este caso, en cuyos mítines electorales se pontificaba por un no rotundo a la subida de impuestos, un no todavía más absolutamente firme a los recortes en educación y sanidad, etc., apenas llegan sus elegidos a tomar las riendas y subirse a lomos de ese poder cambian toda la versión original de sus compromisos ante los demócratas por unas horas, y dan paso, con todo tipo de excusas y explicaciones previas, a gobernar a golpe de decretos, imponiendo medidas en absoluto contempladas en sus manifestaciones programáticas. ¿Algo así es legal? Lo es. Pero ¿todo lo legal es democrático? ¡Por supuesto que no!

Yo, ante los decretos u órdenes gubernativas que se vienen aprobando trasgrediendo y arremetiendo sin ningún tipo de negociación derechos adquiridos durante años por millones de ciudadanos, me pregunto: ¿está realmente capacitado este Gobierno de España para sacarnos de una crisis como la que padecemos? ¿Realmente es verdad que estos últimos sangrantes recortes, junto con los ya hechos por los presidentes/as de algunas Autonomías, son necesarios para paliar tan lamentable situación? Yo, y soy bastante optimista, no lo creo. Y no lo creo por dos razones para mí importantes. La primera: porque gentes que han mentido descarada e impunemente hace apenas unos meses por conseguir detentar el dichoso, nunca mejor dicho, poder ¿cómo pueden garantizarme que no vayan a continuar haciéndolo por mantenerse con él? Y segunda razón: ¿cómo es posible que, a estas alturas de este injusto realismo social, únicamente pensionistas, trabajadores, funcionarios, pobres de necesidad, pequeños empresarios, jóvenes nini... ¿hayamos sido considerados y elegidos responsables directos y, por lo tanto, los paganos de tan dramática tragedia? ¿Qué pasa con los grandes banqueros, las inmensas fortunas, los rutilantes empresarios, los satisfechos ejecutivos, los equilibrados políticos?

Francisco Payo Díaz