EN ESTOS días de bochorno termométrico, el comportamiento del viento y las corrientes marinas muestran similares condiciones que las que hicieron derivar del previsible punto de arribada a los lanchones de desembarco de las huestes de Nelson, que hace ahora 215 años fracasaron en su intento de conquistar la plaza fuerte de Santa Cruz y, por ende, el resto de la Isla. La mayor y mejor artillada del Archipiélago. Y el balance de ello es algo sobradamente conocido, al menos por un amplio sector de chicharreros y gentes poseedoras de un cierto grado de curiosidad intelectual; ajeno, por tanto, al credo, raza o nacionalidad simpatizante con el llamado desde entonces Manco de Tenerife.

Se ha hablado estos días de la condición humilde del que luego sería municipio independiente de La Laguna, entonces capital de la Isla. Algo de lo que numerosos viajeros y exploradores dejaron constancia en sus escritos, tras su estancia temporal o estadía breve a su paso por Tenerife y de camino a las regiones equinocciales. En el caso concreto de Humboldt y su inseparable compañero de entonces, el naturalista Amado Bonpland, queda su descripción de las peripecias para llegar a la bahía santacrucera, en la que una inesperada bruma matinal les impidió ver en principio la inconfundible silueta del Teide, pero les salvó de ser abordados y luego apresados por una flotilla de cuatro navíos de guerra ingleses, que como halcones vigilaban a la capa la salida o entrada de cualquier barco para tomarlo como botín de guerra. Pues aunque el contralmirante Nelson había prometido al general Gutiérrez no intentar volver a atacar a ninguna de las Canarias, sí estuvo practicando el bloqueo a mar abierta contra todo el tráfico marítimo internacional que elegía las Islas como punto de destino o estadía temporal.

Ante tales circunstancias, no es de extrañar que el capitán de la corbeta "Pizarro", en la que viajaban los ilustres científicos, les concediera un plazo de cuatro o cinco días para que tuvieran tiempo de efectuar la ascensión al Teide y regresar para continuar el viaje de inmediato. A pesar de este insalvable inconveniente, Humboldt refirió rasgos significativos de Tenerife, como la descripción que hace de Santa Cruz dos años después de la victoria sobre el ya mencionado Horacio Nelson.

En su escrito habla de una ciudad asentada sobre una franja estrecha y arenosa, "formada por una serie de casas de blancura resplandeciente, con techos planos y ventanas sin vidrieras, adosadas a una muralla de rocas negras escarpadas y desnudas de vegetación". Entrar en sus calles hace notar el excesivo calor reinante que dispara el termómetro por encima de los 30 grados, y que compara, a mi juicio en exceso, con el percibido después en el puerto venezolano de La Guayra. También destaca el convento dominico, el paseo público plantado de álamos y el muelle del martillo, junto al desaparecido castillo Principal o de San Cristóbal. Pero además se fija en los rasgos de las personas con las que se cruza, destacando la presencia de una mujer cenceña, atezada en extremo y mal vestida, que responde con el sobrenombre de "la Capitana", nombrada representante del gremio de meretrices que concierta las relaciones ocasionales con los tripulantes y pasajeros de las embarcaciones surtas en la bahía. Algo por lo que siente curiosidad para mencionarlo, pero que no le afecta para nada dadas sus conocidas inclinaciones personales. Posteriormente describiría con visión científica su ascensión al Teide y la estancia en Puerto de la Cruz, así como la anécdota de enseñar a las damas que lo cortejan inútilmente los parásitos que tomaba delicadamente de sus cabezas para luego mostrárselos a través de un microscopio.

Me he detenido circunstancialmente en un capítulo de nuestra historia acontecida para considerar que de las dos vicisitudes, la bélica y la climatológica, resulta casi invariable la segunda, factor más que importante para que hoy por hoy tengamos, en ocasiones, llegado el verano, que mirar con angustia e impotencia hacia nuestra corona forestal para ver cómo se consume bajo las llamas destructoras, motivadas la mayoría de las veces por factores humanos involuntarios o intencionados. En estos días, que no son los primeros ni serán los últimos, que han discurrido entre la confusión y el caos de las zonas cercanas a los distintos incendios producidos, he escuchado infinidad de opiniones y denuncias de lo bueno de las acciones eficaces y lo malo de las imprevisiones ante la supuesta carencia o llegada algo tardía de medios de extinción. Con todo, nuestra singular orografía, como es el caso del impenetrable barranco de Tágara en Guía de Isora, se muestra como un obstáculo insalvable a la hora de surgir un siniestro de estas proporciones, activado de por sí por una climatología adversa.

Si hace doscientos quince años el pueblo de Santa Cruz, auxiliado por voluntarios de toda la Isla, se supo ayudado por la climatología que afectó el desembarco y extenuó sobremanera a los feroces atacantes, hoy, por el contrario, estamos verdaderamente necesitados que los descendientes de esos invasores, armados de bastón y cámara fotográfica, emprendan el camino por nuestros senderos forestales. Pero para ello, y por nuestro bien, tendrán que estar desprovistos de hojarasca y pinocha. Alguien dijo con acertada sabiduría popular que "los montes se apagan en invierno, pero nunca en verano". Que tomen nota los responsables para las sucesivas incidencias climatológicas o incívicas.