Quisiera destacar en estas breves líneas la figura de un sacerdote entrañable: el padre José María González Montero, misionero claretiano que lleva dos años en Tenerife, ejerciendo su ministerio sacerdotal en la parroquia de Nuestra Señora del Pilar, de Santa Cruz de Tenerife. Considero un privilegio no solo participar en las Eucaristías que preside y celebra, sino también contar con él como director espiritual de la Legión de María y como consiliario de la Adoración Nocturna, dos de los grupos cristianos que actualmente desarrollan su actividad en dicha parroquia y a los cuales tengo el orgullo de pertenecer.

Con sus bodas de oro sacerdotales celebradas el pasado año, es un hombre de oración por su humanidad, sus grandes dotes de orador y predicador y, sobre todo, su profunda vocación y espiritualidad. Irradia paz en cada gesto y en cada palabra. Su extraordinario carisma me recuerda al del padre Pío de Pieltrecina, un sacerdote capuchino fallecido en 1968, a quien Dios permitió tener cinco llagas visibles en sus manos, pies y costado, a semejanza de Cristo; llagas que sufrió durante los últimos cincuenta años de su vida.

Y es que el padre José María también está sufriendo la misma persecución que soportó el padre Pío, como consecuencia de la entrega total al Padre, que ofrece en la celebración de cada Eucaristía, desde el principio hasta el final. Persecución de quienes alegan que la misa se prolonga demasiado, porque les preocupa más perder quince minutos en el mundo que gozar de la eternidad de Dios transmitida por la fuerza del Espíritu Santo. ¡Pobre argumento! Y lo más triste y lamentable es la cantidad de almas que se privan de gozar de este gran don. Porque, desafortunadamente, para congraciar a esos fieles apresurados, se cambia de sacerdote concelebrante, o bien se le obliga a pronunciar una homilía "superreducida", e incluso se le prohíbe decir homilía.

Esta humillación que estoy relatando tiene una segunda vertiente, que me resulta aún más sorprendente. Entre los días 8 y 21 de julio, un numeroso grupo de fieles de la mencionada parroquia del Pilar realizó un viaje muy significativo a Tierra Santa. El grupo es la 2ª Comunidad del Camino Neocatecumenal, que también tiene por director espiritual al padre José María. Desde antes de Navidades se hizo público este viaje, invitando también al padre al mismo. Por motivos personales, la única condición que él puso para asistir fue alojarse en una habitación individual, y especificó que si esto no fuera posible se quedaría.

Las primeras respuestas que recibió ante tal condición argumentaron que resultaría demasiado caro, e incluso que tal decisión no sería conveniente porque "sentaría precedente". Argumentos del todo contradictorios, puesto que en dichas comunidades siempre se ha predicado que el factor económico no debe ser obstáculo para viajar. Y yo pregunto: ¿no es, ante todo, preferente la presencia del sacerdote en estos viajes? Y, a continuación, tras estas respuestas, hubo más de siete meses de mutismo injustificado, durante los cuales nadie se dignó en confirmar su asistencia al viaje, pero tampoco hubo ninguna explicación razonable que denegara su participación.

¿Cómo puede ser compatible el más mínimo indicio de humanidad con este trato y esta actitud claramente vejatorios?

Cuatro días antes del inicio de este viaje, indignada por el conocimiento de estas noticias y la tristeza del padre José María, quise agotar las últimas posibilidades para intentar ver cumplida esta ilusión prometida. Hice las averiguaciones pertinentes en la agencia de viajes para confirmar si quedaban plazas libres tanto en el avión como en la Casa Galilea, donde se hospedarían. Y me llevé una grata sorpresa al comprobar que aún quedaba una plaza. A continuación, me apresuré a reunir el dinero necesario, que sería aportado por varios admiradores del padre José María. Muy contenta, se lo comuniqué para que él se pusiera en contacto con los organizadores del viaje. Pero todos mis esfuerzos resultaron infructuosos: deliberadamente se había cerrado el paquete de viaje, alegando que ya no había plazas libres.

Nieves María González Pérez