HABLAR de dignidad política en los días que corren es casi un anacronismo y, visto lo visto, una más que probable pérdida de tiempo. Pero, aún así, creo que merece la pena intentarlo.

Personalmente opino que el concepto de la dignidad personal descansa sobre el respeto que nos podamos tener a nosotros mismos. En ese sentido, la dignidad está en uno mismo solo si se la cultiva y se la conserva protegida de las muchas tentaciones y dificultades que nos van asaltando por el camino de la vida.

A la dignidad política, en cuanto a que se refiere a un aspecto más de mi vida, le doy exactamente la misma importancia. Para mí, en la vida y en la política no vale todo. Por ese sencillo motivo creo que todo político debe tener una integridad reconocida y un comportamiento ético que le haga posible respetarse a sí mismo, asumiendo al mismo tiempo el compromiso de respetar a quienes actúan con la misma rectitud y valores éticos, aunque desde una perspectiva ideológica diferente. Solo entonces se pueden alcanzar acuerdos serios, duraderos y beneficiosos para la comunidad.

Pero, cuidado, no hay que confundir la reputación con la fama. En un político realmente íntegro, con independencia de su ideología, la reputación no es sino la consecuencia de su dignidad, reconocida por sus semejantes o rivales. A los políticos de reputación intachable se les respeta y admira sin importar su ideología. Como ejemplos válidos de este tipo de políticos valorados y respetados por todo el mundo me vienen a la cabeza los nombres de Julio Anguita, Adolfo Suárez y aquí, en Canarias, el del malogrado Adán Martín. Mi propio padre podría ser un buen ejemplo de ese tipo de político a nivel local, porque, incluso asumiendo sus errores y algunas decisiones desafortunadas, todavía se le recuerda con cariño y respeto en el municipio de Santiago del Teide.

Y, sin embargo, qué difícil resulta describir, explicar y definir con palabras lo que es la dignidad política. Es más fácil describirle los colores a un ciego o la música a un sordo que intentar que algunos políticos que yo conozco entiendan lo que es la dignidad y la ética.

La pura y triste verdad es que hay demasiados políticos indignos. Incluso los hay que ni siquiera tienen noción de que la dignidad exista en absoluto, y la sociedad en su conjunto no gana absolutamente nada siendo comprensiva con ellos. De hecho, ha sido, en gran medida, esa permisividad con la indignidad política la que ha llevado a entregar muchos gobiernos municipales, así como otras altas responsabilidades, a personajes sin preparación, principios ni ética, que con su mala gestión y despilfarro nos han puesto al borde del abismo.

La dignidad en política no es algo que automáticamente se consiga por ser alcalde, concejal, diputado o ministro, sin importar lo que uno haga en esos puestos. Puede perderse. La deshonestidad es una pendiente por la que, una vez que alguien se deja caer, resulta muy difícil volver para atrás. Cualquiera puede darse un resbalón en un momento dado para, acto seguido, recuperar el tino y continuar el camino con rectitud. Pero si hay una segunda caída muy probablemente habrá una tercera, y así sucesivamente. La corrupción y la deshonestidad son un pozo del que, una vez dentro, ya es imposible salir.

Y esto es así porque, una vez perdida la dignidad política, se pierde también el respeto por uno mismo y por los demás. Y, habiendo perdido ese respeto, los políticos pierden también su dignidad personal. Un político que ha hecho del oportunismo, de la mentira y de aprovecharse de las ambiciones ajenas su forma de actuar habitual no es digno de respeto, y una persona que no es digna de respeto es una persona indigna.

A lo largo de estos años, en política me he visto obligado a tomar decisiones difíciles y muchas veces mi actitud ha sido considerada como intransigente, incluso egoísta. Nada más alejado de la realidad, todas y cada una de esas decisiones respondían a situaciones en las que se estaba poniendo en juego mi dignidad personal y política. En todas y cada una de ellas me ofrecían cargos, sueldos, etc. Casi siempre opciones aparentemente más fáciles y beneficiosas para mi futuro político. Pero también es cierto que, en todas y cada una de esas ocasiones, aceptar la salida fácil, el acuerdo ofrecido, suponía el abandono de unos principios éticos irrenunciables. Hasta hoy creo haber actuado con dignidad y honestidad, claridad, seriedad y responsabilidad.

Santiago del Teide)