LA PRIMERA de las tres olimpiadas que han tenido a Londres como sede -huelga decir que la tercera de ellas se está desarrollando en estos momentos- se iba a celebrar en Roma. Una inesperada erupción del Vesubio en abril de 1907, algo más de un año antes de que comenzasen los juegos, devastó la ciudad de Nápoles. El Gobierno italiano tuvo que volcarse en socorrer a las víctimas y reconstruir la ciudad. Lo primero es lo primero. Al menos lo es en los países sensatos. Al no quedarles dinero para la Olimpiada, los trasalpinos tuvieron que cedérsela a la capital británica.

He usado una anécdota de la historia del olimpismo como prolegómeno de este artículo por dos motivos. El primero, porque algunos comentaristas la han recordado durante estos días. El segundo, porque redacto estas líneas en Milán, sentado en la terraza de una cafetería muy cerca del Teatro de la Scala. Una institución muy apropiada para hablar de música, como pretendo hacerlo a partir de este momento.

De música y, en concreto, del Festival de Música de Canarias. Un acontecimiento cultural, de momento vamos a llamarlo así, envuelto en polémicas desde su creación cuando estas Islas estaban presididas por un melómano al que respeto porque Jerónimo Saavedra, aciertos y errores al margen, siempre ha sido un buen político y continuará siéndolo mientras viva. Algunos dijeron cuando se puso en marcha dicho Festival que, considerando lo que costaba su organización, resultaba más económico pagarle un viaje a los canarios aficionados a la música para que presenciasen la actuación de las grandes orquestas en sus escenarios habituales. Lo dijeron en broma, por supuesto, pero puestos a echar cuentas quizá no fuese tan disparatada semejante propuesta considerando lo que costaba entonces, y sigue costando ahora, dicho festival y también, naturalmente, atendiendo al número nada multitudinario de aficionados isleños a la música clásica. Devotos entre los que, dicho sea con toda modestia, se encuentra quien esto escribe.

Sea como fuese, esa polémica sobre el oneroso Festival duró pocos años. El advenimiento de la bonanza económica llenó las arcas del erario y nadie volvió a cuestionarse abiertamente su razón de ser. Pero claro, como los tiempos cambian, y de qué forma, no me queda más remedio que preguntarme si la Comunidad Autónoma de Canarias, con un presidente clamando entre aspavientos contra la asfixia que le ocasiona el Gobierno central, está en condiciones de gastarse un millón y medio de euros en los 42 conciertos previstos. De ese guarismo monetario, medio millón será cubierto con la venta de las entradas. Habrá que ver si en la situación actual la afluencia de público es la misma que en ediciones anteriores. En cualquier caso, demos por buenos tales augurios de recaudación. Según datos aportados por la consejera de Cultura del Gobierno de Canarias, Inés Rojas, otros 100.000 euros del presupuesto procederán de patrocinios, a los que se sumarán 80.000 más aportados por el Ministerio de Cultura. Igualmente quiero suponer que la crisis no afectará a los patrocinadores, aunque lo veo difícil, en el sentido de que sufragarán esos 100.000 euros prometidos, y que tampoco se desdecirá a última hora el Ministerio obligado por un recorte adicional. ¿De dónde van a salir los 820.000 euros restantes? Preguntado de otra forma, y sin ánimo alguno de incurrir en demagogias fáciles, ¿qué es más importante, un festival de música o reforzar las inversiones productivas? Porque si no empezamos a producir y trabajar de inmediato, intuyo un futuro bastante más negro que el presente. Que ya es decir.

Ah, claro; la cultura. Me olvidaba de la cultura. Algo muy importante eso de la cultura, qué duda cabe. Aunque metiéndole las dos manos al asunto, como diría un habanero, podríamos empezar por crearle afición a la lectura, y también a la música culta, por qué no, a tanto belillo de medianías que campa a sus anchas con el beneplácito, y hasta con el aplauso, del vernaculismo nacionalista, porque bien sabe el nacionalismo -el canario y cualquiera- que con una ciudadanía culta no se comerían ni un rosco en las elecciones. Puestos a empezar, insisto, empecemos por la base.

Igual de baladí resulta la justificación del reclamo turístico. Me cuesta pensar que un guiri tatuado y cholero viene a Canarias para oír música clásica. Algo, por lo demás, que puede hacer en su país de origen cuando le plazca y a mejor precio.

Por lo demás, 42 conciertos me parecen una barbaridad. Sobre todo porque acabo de cruzar la calle para acercarme a la entrada de la Scala y leer la programación que se ha desarrollado a lo largo de la temporada 2011-2012. Ya sé que montar una ópera cuesta muchísimo más que organizar un concierto, pero aun así el número de actuaciones del célebre teatro milanés no llega ni a la mitad de las previstas en el aludido Festival canario. ¿A qué estamos jugando? ¿A seguir viviendo como los millonarios que nunca hemos sido? No lo sé.

Lo único que sé, porque está escrito en la historia, es que Italia renunció a unas olimpiadas en un momento de crisis pero nosotros, que siempre hemos sido no ya ricos sino muy ricos, no podemos prescindir de un festival de música al menos durante dos o tres años; el tiempo imprescindible para salir del agujero, si es que logramos salir. Ni del Festival, ni de los sesenta diputados regionales, ni de todos los concejales de todos los ayuntamientos, ni de helicópteros, ni de coches oficiales, ni de viajes "de Estado" al extranjero -a veces en plan servil hacia un monarca sátrapa-, ni de nada de nada. ¿Empezamos a comprender por qué nuestros socios europeos no quieren sufragarnos el déficit?

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