LOS QUE LEEMOS la prensa canaria en la Península lo hacemos con un retraso de un par de días, que los fines de semana, como no se reparte correo, aumenta a tres o más. Peor era antes de la guerra, cuando para los canarios en las Islas la prensa peninsular llegaba una vez a la semana, y gracias. Por eso, como para lo inmediato tenemos la edición digital, uno se concentra más bien en lo anecdótico, buscando esa noticia de alguien conocido o el relato de hechos acaecidos no precisamente en este siglo. Como sucede también con la prensa de fuera de la isla, lo primero que uno busca es, por desgracia, las esquelas, no sea que se le pase que un amigo nos ha dejado, casi siempre inesperadamente.

Y al consultar aquel día las esquelas me sorprendió la del marido de una amiga de una muy querida familia de toda la vida, aquella que fundara don Maximiliano Díaz Navarro. Nada más enterarme de la muerte del marido de Mavi, toda mi ya larga vida se me concretó en escenas que a lo largo del tiempo me han ligado a ellos desde el Bachillerato, donde coincidí con Luisa en sexto año, allá por al año 37, que hicimos en La Laguna al haberse cerrado el de Santa Cruz. El inicio del Movimiento me cogió en 5º, que hice como libre en La Laguna, porque el colegio al que iba, el Paedagogium Teneriffa, hubo de cerrarse por el fallecimiento de su director, un profesor alemán que había sido despedido del Colegio Alemán de la calle Numancia por judío, que fundó su propio colegio, en el que estudié 2º, 3º y 4º año, y empecé el 5º, pero que al fallecer el director provocó el cierre del mismo y con el curso empezado me matriculó mi padre de oyente en el Instituto de La Laguna. Pero ya en el sexto curso, coincidí allí con Luisa Díaz y su inseparable amiga Florinda Díez, a las que en realidad ya conocía de la Rambla y del Club.

Según pude saber a lo largo de los años, don Maximiliano era originario de Lanzarote (de donde procedemos también los Cabrera, aunque allí fuimos desde Garachico, quizás huyendo de sus volcanes) que estableció una casa de negocios en Santa Cruz, y en cuanto a los hijos creo que eran seis, esos al menos son los que conocí, de lo cual voy a hablarles, de cómo los fui conociendo y queriendo. La primera amistad grande fue con Luisa, aunque al hermano mayor, Nano, ya lo había conocido en el Club Náutico antes del 36, formando parte de aquel conjunto de muchachos que se alistaron cuando comenzó la guerra y al que pronto vimos de alférez "estampillado" de Infantería como a otros varios. Nano tenía una novia, con la que se casó, que era una verdadera belleza, Carmen Ravina, que vivía con sus hermanas en la calle de La Marina, en una casa ya inexistente pegada a la de pisos de la esquina con Emilio Calzadilla, donde don Antonio Ledesma tenía sus oficinas; oficinas y casa por las que los que en verano íbamos todos los días al club, a pie, claro, habíamos de pasar forzosamente. Su padre era don Felipe Ravina (que era primo del otro don Felipe P. Ravina, de la calle 25 de Julio, y de muy numerosa familia, con la que llegamos a emparentar los Cabrera), al que recuerdo verle los domingos de verano en misa de once en San Francisco, desde donde iba yo con mi padre al club, mientras no se me olvida que más de un domingo, siendo yo un crío pequeño, si acabábamos sentados juntos en los bancos del amplio pasillo central, en el momento de la recogida de la limosna me daba diez céntimos para mi contribución, con lo que me sentía toda una persona mayor. Pero mi verdadera amistad con Luisa se inició a partir del año 37 en el Instituto La Laguna, amistad que se prolongó al participar ambos posteriormente en aquellos festivales que con carácter benéfico, y más en la situación bélica entonces imperante, organizaba en el teatro Guimerá todas las Navidades el Asilo de Niños del Dr. Guigou, con representaciones teatrales en las que el papel principal masculino solía estar a cargo de Marcos Guimerá y el femenino al de Florinda Díez, afición por las tablas que para Florinda duró toda su vida. Fueron dos años compartidos muy vivamente, que dejé cuando en octubre del 39 vine a estudiar a la Península, donde sigo.

Ya en la Península, y creo que en el año 42, llegó un buen día Carlitos Díaz a la misma pensión en que estaba yo, Pensión Amiano, Prado 10, que venía a prepararse para ser ingeniero industrial, lo que consiguió al ir aprobando los sucesivos grupos de ingreso, como era entonces obligado. La amistad incipiente no hizo sino aumentar en los cinco años compartidos en diversas pensiones madrileñas, que entonces eso de los colegios mayores era poco menos que prohibitivo y no digamos la moda actual de compartir pisos alquilados con otros estudiantes, amistad que se incrementó durante los años de vida profesional, así como por la que sostuvo también con mi cuñado Opelio Rodríguez; y muchas veces al verle me acordaba de aquel "¡ah!, perro puto: ¿tú eres Carlitos?" que una antigua criada le dijo a su madre durante una visita al conocer al niño por primera vez, cuando los Díaz López vivían aún en la subida desde la Estatua a Enrique Wolfson, frente a la entrada al Colegio del Pilar (el primero al que acudí a mis cuatro añitos).

Carlos se había casado aún estudiante con una antigua vecina mía de la calle de la República (la primera República, no la del 14 de abril), cambiado su nombre a partir del Movimiento al de "18 de Julio" y muy recientemente ahora al de "Juan Pablo II", calle donde vivía otra belleza de la isla, Maruja Mesa, con sus hermanas y hermanos, una de aquellas Pilar, también muy guapa, como todas ellas, con la que felizmente había matrimoniado mi amigo Carlitos, que pasó una corta estancia como ingeniero en la refinería de Puertollano, donde acudió junto con su compañero de carrera y amigo de Las Palmas Pepote Doreste, padre luego de los famosos y olímpicos hermanos Doreste del deporte de la vela. Pero un buen día ambos decidieron dejar aquella tierra y cada cual volvió a su isla ya para siempre, donde Carlos terminó uniendo su vida a la de Unelco. A partir de los 60/70 lo vi varias veces por Madrid, donde venía al INI por su posición de director de Unelco en Tenerife, viajando siempre con su almohada en la maleta, ya que sin ella no conciliaba el sueño, viajes en que a veces era acompañado por su guapa mujer.

Me dirán que cada vez que nombro a una niña de mi tierra digo que es muy guapa, pero ya saben ustedes que esto es absolutamente cierto. En el caso particular de Pilar Crosa sí que tuve ocasión de comprobarlo aquí en Madrid en condiciones no usuales, pues por entonces Pilar hubo de venir a operarse a Madrid y mi mujer y yo tuvimos ocasión de ir a visitarla recién operada a la Clínica de San Francisco de Asís, y en su cama del hospital, donde pasamos a saludarla, estaba espectacularmente guapa, con una sencilla belleza natural, sin afeites ni mejunjes a los que las mujeres son tan aficionadas.

Aquí también, en Madrid, conocí al cabo de unos años al marido de Luisa, Enrique Vinyas, pues dio la casualidad de que para un cierto proyecto en el que intervenía había que imprimir una "memoria" del mismo para presentarlo al INI debidamente documentado. Por aquellos años se encontraba viviendo en Madrid mi compañero de Bachillerato Imeldo Bello, que, por no sé qué causas, se había quedado, junto con otras personas, con una imprenta en la calle Menorca, 45, la Imprenta Nacional, donde se llevó a cabo contra el reloj la citada impresión, a plena satisfacción para todos. Entre los nuevos socios se encontraba el marido de Luisa Díez, que junto con Imeldo se pasaban el día en la imprenta, con quienes tuve muchas ocasiones de hablar y discutir acerca del proyecto e incluso presencié durante una larga noche la impresión de la "memoria". Otro de los socios era un comandante de Estado Mayor, Alfonso Martín de Pozuelo, con quien hice una buena amistad, que años después, en 1973, falleció en un accidente de aviación de un Caravelle de Aviaco, en el aeropuerto de La Coruaña, junto las ochenta y cinco personas que en él viajaban. Al cabo de unos años, ambos socios se volvieron a Santa Cruz, donde falleció el marido de Luisa, con cuyo triste motivo tuve ocasión de hablar con ella, cosa que de nuevo hice al fallecer su gran amiga Florinda Díez. Pero me ha quedado siempre el dolor de no haberla visto en sus últimos años. También suelo hablar por teléfono con Pilar Crosa en su casa de Tegueste, en especial en la festividad de San Carlos Borromeo, siempre con la mente puesta en que a Carlos lo solía yo llamar "Borromeíllo", por aquello de su santo.

De la hermana mayor, Juana Rosa, mujer especialmente atractiva, guardo un agradable recuerdo por verla bailar como verdaderos profesionales con su marido, Jorge Lang-Lenton, en el Casino. Cuando en las noches o tardes de baile tocaban un tango, aquella gentil pareja quedaba prácticamente sola en la pista de baile, mientras el resto de los presentes miraban extasiados tanta gentileza y destreza. El marido de Juana Rosa era de Las Palmas y vivían, al menos en la época en la que me casé, en la Rambla. Años después, y ya viuda Juana Rosa, tuve ocasión de verla, tan atractiva como siempre, una mañana en la consulta de la calle 18 de Julio del doctor Luis Carrasco, compañero mío de Milicias, concejal del PSOE en las primeras elecciones democráticas, al que tuve que acudir por una lesión en un antebrazo y a quien vi varias veces en la casa de verano de mis amigos Raimundo y Rusela Rieu, también grandes amigos suyos, amistad forjada cuando ambos estudiaban en Barcelona. En aquella visita médica cambié impresiones con una interesante mujer que con los años nada había perdido de su encanto. Menor fue mi contacto y relación con Asunción Díaz, compensada, sin embargo, con el largo contacto que tuve con su marido, Pedro Pérez-Andreu, que fue el jefe de la Milicia Universitaria en Canarias durante los treinta años que la misma duró, y por cuyas manos pasó prácticamente toda la juventud universitaria canaria de ese largo período que comenzó al terminar la guerra civil y cuya misión en un país, entonces con Servicio Militar obligatorio, era hacer compatible los estudios de una carrera universitaria con lo que entonces se consideraba "servicio a la patria", algo que ya ni se sabe lo que es. Y todos, después de dos campamentos de verano, salíamos como alféreces o sargentos, para cumplir al terminar los estudios unas prácticas de seis meses en algún centro militar. Pero Asunción tenía especiales dotes para disfrazarse en período de Carnavales y así la vimos en imitaciones perfectas de personalidades como Churchill o de Onasis, entonces muy en boga e incluso de visita a nuestras islas.

Finalmente, no sé si Mavi recordará un viaje que hizo a Madrid con su padre en una primavera de los años 40 y cómo nos sentamos con ellos en un café de la Gran Vía los estudiantes canarios que compartíamos pensión con Carlos. Son estos tan solo unos ligeros recuerdos de toda una vida de amistad y cariño, inolvidables y añorados muchas veces, y que hoy evoco con emoción. Dios nos bendiga a todos.