EL OTRO día presencié un enorme incendio forestal mientras cruzaba la frontera entre Italia y Eslovenia. No un incendio pavoroso, como suele escribirse, porque todos los incendios los son, sino un siniestro de proporciones respetables que trepaba monte arriba por las montañas cercanas. La columna de humo blanquecino era visible desde muchísima distancia. En ese momento pensé que no solo en Canarias, y en el resto de España, se queman los árboles cuando llega el verano. Al final, mal de muchos consuelo de bobos.

Cada vez que arde el monte -y este año las Islas ya van sobradas de siniestros- se escribe y se comenta mucho sobre la intencionalidad, la falta de precaución y otras negligencias dolosas o no. El incendio de la mencionada frontera italo-eslovena lo presencié en directo. Las consecuencias, en forma de vegetación arrasada y terrenos ennegrecidos, del ocurrido en La Junquera, pude verlas unos días después de sofocadas las llamas. Se ha publicado que la Generalidad de Cataluña estaba analizando el ADN que pudiese quedar en unas colillas halladas cerca del lugar donde comenzó el fuego. A tanto llega el esfuerzo de las autoridades para descubrir a los culpables. De forma paralela, la Administración catalana ha pedido a los ciudadanos que denuncien a quienes arrojan colillas, incluso con fotografías. Un brindis al sol. Les cuento por qué.

El año pasado, sumido en los calores de una tarde despejada del mes de julio, vi como un belillo arrojaba la consiguiente colilla por la ventanilla del coche en medio de la carretera que va desde La Orotava al Portillo. Un día de estos les escribo una carta circular a los fabricantes de coches con la sugerencia, modestias aparte, de que no pongan ceniceros en los vehículos que fabriquen con destino a Canarias. Así se ahorrarían costes de producción en un elemento absolutamente inútil, porque aquí el cenicero es la ventanilla. Y si alguna colilla cae por casualidad en el cenicero, ya se ocupa el susodicho pringado de abrir la puerta y vaciarlo mientras espera que el semáforo se ponga en verde. Gente diez que somos todos, naturalmente.

La buena educación la tiene cada cual y la mala la padecen sin remedio quienes rodean al malcriado en cuestión. Arrojar una colilla encendida en una carretera que atraviesa pinares prestos a arder como un reguero de pólvora es harina de otro costal. Estuve a punto de anotar la matrícula del que usó aquella tarde la pinocha como cenicero, pero desistí. ¿Denunciarlo ante quién? ¿Ante la Guardia Civil, ante la Policía, directamente en un juzgado tras contratar abogado y procurador? ¿A dónde iría esa denuncia si es que llega a alguna parte? Y en el caso de que llegue a alguna parte, ¿qué sucedería con ella? Es decir, pues de eso se trata, ¿qué sanción recibiría el infractor? Respóndanse ustedes mismos si les apetece. Por mi parte, solo me queda añadir que en cierta ocasión llamé a los guindillas a altas horas de la noche. Unos desalmados tenían montada una juerga en una plaza pública que hacía imposible cualquier descanso. ¿Y usted quién es? ¿Y de dónde dice que llama? Y así con un largo interrogatorio telefónico, como si el pecador fuese yo por molestar al señor policía con mi queja. Confieso que no lo mandé al carajo porque a lo peor me metía en un lío, no por falta de ganas.

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