WU MINXIA es una joven china que ha ganado tres medallas olímpicas de oro en saltos de trampolín. Algo muy meritorio, desde luego, pero nada extraordinario, habida cuenta de que hay un gringo por ahí, con cara de ídem, que ha conseguido veintidós, de ellas dieciocho de oro. La noticia no está, empero, en los éxitos deportivos de Wu, sino en las circunstancias que han rodeado su carrera como saltadora. Dispuestos a que nada perturbase su preparación para los Juegos de Londres, al igual que lo hicieron anteriormente cuando se entrenaba para competir en la Olimpiada de Pekín, y años antes también para la de Atenas, sus padres le ocultaron sucesos importantes acaecidos en el entorno familiar durante los últimos años. No le dijeron nada, por ejemplo, de la muerte de sus abuelos, ni tampoco de que su madre lleva luchando ochos años contra un cáncer. En pocas palabras, a sus 26 primaveras Wu Minxia es, logros deportivos aparte, una pobre chica que ha vivido aislada del mundo. Más o menos como si hubiera estado todo el tiempo en una vitrina muy parecida a la que, con toda probabilidad, utilizará para guardar sus medallas.

La obsesión, tanto popular como oficial, desatada en China tras la cita de Pekín por ganar medallas a cualquier precio no se asemeja a nada visto anteriormente. Ni siquiera en la época del telón de acero, cuando a las nadadoras de la RDA -otro ex paraíso del proletariado- las convertían en marimachos para que subieran una y otra vez al cajón más alto del podio, se llegó a tal frenesí. Un fanatismo denunciado incluso por varios medios de comunicación chinos. Informadores y comentaristas de ese país lamentan que se esté olvidando el verdadero sentido de los Juegos Olímpicos.

¿Y cuál es ese verdadero sentido de las Olimpiadas?, cabe preguntar a renglón seguido. Puestos a responder, me parece un tanto obsoleto volver a los tiempos de Pierre de Coubertin y su amateurismo a ultranza -el competir por competir, sin más premio que la gloria no solo de vencer, sino incluso de participar- entre otras cosas porque, al margen de las nobles intenciones del fundador de olimpismo actual, ha tenido que transcurrir casi un siglo -los primeros Juegos Olímpicos de la edad moderna se celebraron en Atenas en 1896- para que el deporte sea un asunto de masas y no de elites. Unas ideas lejanas y hasta pasadas de moda, dicho sea con tristeza, pero en todo caso mucho mejores que el mercantilismo actual. Un afán por la notoriedad nacional conseguida mediante las habilidades de unos pocos individuos sin que importe demasiado -nunca les importó a los comunistas de la Alemania "democrática" arruinar para siempre la vida de decenas de chicas- convertir en monstruos a personas que eran normales antes de que los alquimistas de la forma física los transmutasen en medallistas de oro pero inútiles, y acaso eso sea lo peor, para hacer otra cosa útil que competir hasta que ya no sirvan para nada. ¿Me puede alguien decir qué va a hacer el señor Phelps a partir de ahora?

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