EL HECHO de nacer y vivir en una isla define, de alguna manera, la actitud futura ante la vida. Bueno, eso era antes, cuando ir desde cualquier punto de una de nuestras islas directamente hacia el mar, estuviese o no a la vista, había que hacerlo con cierta precaución, pues como te descuidaras, al cabo de cincuenta kilómetros como mucho de ir en coche, terminabas en el mar. Y lo curioso, si nos remontamos a los tiempos de la conquista, es que los aborígenes, es decir, los guanches de los que todos nos sentimos muy orgullosos de descender, creo que desconocían la navegación, con lo que casi no podían ir a la isla que tenían enfrente. La llegada de los conquistadores cambió el escenario, pero la ida a las otras islas siguió siendo un problema o una falta de necesidad de hacerlo.

En mi caso concreto, que me marché a estudiar a la Península en el 39, al acabar la guerra civil, solo había ido dos veces a Las Palmas, es decir, a Gran Canaria, y la primera de ellas cuando tenía yo del orden de 8 a 9 años, en ocasión de que a mi tía Emelina la operaba en Las Palmas el entonces muy famoso en todo el Archipiélago Dr. Ponce, e ignoro por qué motivo me llevaron a mí. De esa mi primera visita solo me acuerdo muy, muy vagamente de estar alojado en un hotel. La otra visita fue ya en el 39, y consistió en un viaje a la isla hermana con el equipo de fútbol del Iberia juvenil de durante la guerra, en el que jugaba de medio derecha, equipo con el que jugamos un partido creo que contra el Victoria o el Marino de aquellos tiempos. Sí recuerdo el viaje de ida que hicimos en un correíllo durante la noche y sin camarote alguno, que por la mañana paseamos por Las Canteras, donde las calles eran de arena, que por la tarde jugamos ese partido cuyo resultado se lo llevaron los tiempos y que por la noche repetimos en sentido inverso el viaje anterior. Con esto solo quiero indicar que la amistad o el conocimiento que entonces tenía la juventud de las otras islas era mínima.

Durante los años posteriores al 39 y hasta la llegada de la aviación comercial, la situación era prácticamente la misma y la posible amistad con jóvenes de las otras islas se reducía a las hechas en la Península entre estudiantes, y para los de aquí imagino que lo mismo con los estudiantes que viniesen a estudiar a nuestra Universidad lagunera. La aviación comercial hizo que, involuntariamente, aumentasen para los estudiantes en la Península, al menos, las visitas a Las Palmas, ya que más de una vez durante aquellos primeros años era frecuente que se cerrase el aeropuerto de Los Rodeos por niebla (que los amigos canariones decían que no eran nieblas, sino "nube baja", con la clásica eliminación fonética de las eses finales propia del habla de aquella isla), con lo que había que aterrizar en Gando y esperar, a veces toda una noche, la reapertura del aeropuerto lagunero.

Mi primer contacto con jóvenes de la isla hermana (que al menos entonces sí que lo era) fue en el primer examen de Reválida del Bachillerato de siete años que terminó en zona nacional el año 39 y que se celebró en el verano de aquel año en la Universidad de La Laguna. Y el destino quiso que en la Academia Krahe, a la que acudí en Madrid para la entonces preparación de ingreso en las Escuelas de Ingeniería, situada en la plaza de la Lealtad, donde la Bolsa de Madrid y el hotel Ritz, me encontré al tercer año de preparación con una persona cuya misión era la de corregir diariamente los problemas que nos ponían cada día para hacer en casa, que era un muchacho que había ingresado en la Escuela de Caminos el año anterior y que había hecho el Examen de Estado conmigo, y que se llamaba (y espero que se llame) Mario Luis Romero Torrent, con el que volvimos a recordar aquellos momentos que habíamos compartido en La Laguna un par de años antes. Ese año ingresé yo, pero no en la Escuela de Caminos, sino en la de Minas, a la que también me presentaba por tradición familiar, ya que lo era un hermano de mi madre, José Cabrera Felipe, cuyo nombre llevó la primera central de energía nuclear española, sita en Zorita de los Canes, Guadalajara. Cuando ya en los años 60 fui a vivir a Madrid, después de unos quince años en la cuenca minera asturiana, en una visita profesional a una empresa constructora a escala nacional, me volví a encontrar con Mario, si bien luego perdí el contacto con él.

He mencionado en alguna ocasión que en la Pensión Amiano, en la que residí unos años al comienzo de mi estancia en Madrid, me encontré con un par de estudiantes de Medicina, uno de ellos (Agustín Bosch Millares) novio entonces de su futura mujer, Matilde Benítez Ayala, hermana de una serie de muchachos que siguieron la carrera de ingenieros. El más joven, Cristóbal, falleció muy joven, siendo estudiante, y tuvo sus escarceos amatorios con mi hermana Olimpia. Otro hermano suyo, Cirilo, se hizo ingeniero de caminos y también estudió, como yo, la carrera de Ciencias Exactas, que yo nunca llegué a terminar a pesar de la insistencia de mi amigo y compañero de Bachillerato y catedrático de Matemáticas en la Universidad lagunera, recientemente fallecido, Nácere Hayek Calil; me parece que Cirilo falleció en la Península en un accidente ferroviario. Y creo que un tercer hermano se hizo ingeniero de minas y estuvo destinado muchos años en la Jefatura de Minas de su ciudad de Las Palmas. También en aquellos años de estudiante en Madrid tuve la ocasión de conocer a Antonio Vefa Pereira, hijo del propietario de la Fábrica de Cervezas Tropical de Las Palmas, que se hizo ingeniero industrial y que heredó el puesto de su padre al frente del negocio familiar, aunque este cayó finalmente en manos extranjeras, como la CCC de Tenerife. Pero con quien hice amistad fue con Pepote Doreste, que estudiaba Ingeniería Industrial junto con mi amigo Carlitos Díaz, como he recordado recientemente. Hace unos días he tenido la fortuna de hablar con él desde Madrid y hemos comentado aquellos años de estudiante y los primeros suyos de profesional junto con Carlos en la refinería de Puertollano, y la vuelta de ambos a las Islas, cada uno a la suya, y donde él ha sido el padre de toda una serie de balandristas famosos, olímpicos y campeones del mundo. No sé cuándo, pero he de ir a Las Palmas a darle un fuerte abrazo a Pepote y a recordar cosas de aquellos años de juventud y de comienzos de lucha por la vida que a ambos nos mantiene en plena vigencia.

De esta saga de amigos canarios ingenieros me queda otro al que conocí no en Madrid, que era lo normal en aquellos años de estudiante, sino en el campamento de Hoya Fría de la Milicia Universitaria, en el año 44, en que hice yo mi primer campamento, del que se salía como sargento, y donde hice amistad con un compañero que estaba ya en el segundo curso, del que se salía de alférez. Estudiante de la Escuela de Caminos y su nombre era Manuel Hernández del Toro. El conocimiento fue más bien superficial y me acuerdo que apenas hablaba con nadie y siempre estaba leyendo, mientras que yo solía estar todo el día con mi inolvidable Félix Claveríe, amigo de siempre, y con Enrique González, el fabuloso Quique, al que luego se le ocurrió nada menos que la Ni Fu-Ni Fa. Dos personajes simplemente inolvidables. Cuando Manuel terminó la carrera, volvió a Las Palmas, donde fue delegado de la empresa constructora Dragados y Construcciones, y también desempeñó durante un par de años el puesto de alcalde de Las Palmas. Pero nunca le volví a ver desde aquel año 44 campamental. En ese campamento tuve la ocasión de conocer a los hermanos Díaz-Bertrana, incluyendo al hermano mayor, en aquella época capitán de Infantería y profesor en Hoya Fría, al que recuerdo ver montado en su caballo blanco, desde el que dirigía la instrucción y las marchas militares por la Isla.

Otro gran amigo, ya fallecido, fue el notario José Luis Álvarez, casado con la guapísima Soledad Bermúdez, matrimonio cargado de hijos, que durante unos años desempeñó una notaría en Santa Cruz de Tenerife, donde hizo una muy estrecha amistad con mi cuñado Opelio Rodríguez Peña y mi hermana Olimpia, amistad que hicieron extensiva a mi mujer y a mí en nuestros desplazamientos a Tenerife o los suyos a la Península, amistad que continuó al conseguir el traslado a su isla de Gran Canaria, donde durante largos años cubrió un sector importante de la vida notarial de aquella provincia. Incluso tuvimos la ocasión de asistir en Las Palmas a la boda de una hija suya con un profesional de Tenerife con destino en Las Palmas, de donde no se ha movido el entonces nuevo matrimonio.

En estos días de estancia en Tenerife he tenido ocasión de estar de nuevo con Blanca Navarro, a la que no veía hace años. Blanca estuvo felizmente casada con un abogado de Las Palmas, estudiante en su día en la Universidad de La Laguna, Juanote Esteban, delegado en Las Palmas de la empresa de seguros El Fénix y gran amigo de toda la vida de mi cuñado Opelio y de mi hermana Olimpia, y en cuya casa he tenido la oportunidad de ser recibido, mientras yo he tenido la oportunidad de recibir en la mía de Madrid, también hace muchos años, a una hermana de Blanca, ambas mujeres de especial belleza.

El discurrir de los años ha hecho que la mayoría de estos amigos hayan ya dejado su presencia entre nosotros. Pero, afortunadamente, otros llegan, y entre ellos no quisiera dejar de mencionar al matrimonio actualmente residente en Madrid que forman el eminente y joven abogado Juan Francisco Falcón y su muy guapa mujer, Magüi Campanario, cuya amistad ha sido especialmente sincera y afectuosa en momentos de dificultad. Y también en estos días he tenido ocasión de pasar unas horas con una pareja de profesionales residente en Las Palmas que forman la arquitecta Elena Guerra y el arquitecto tinerfeño Joaquin Casariego, profesor en la Escuela de Arquitectura de aquella isla, con un gabinete de arquitectura de categoría internacional y con un proyecto de ordenación de la playa de Valleseco, estancado hace años, al parecer por falta de recursos en estos años de penuria.

La amistad, amigos y pacientes lectores, no es cuestión de identidad en el lugar de nacimiento, como muchos insisten en primar, sino fruto de una correcta educación (tan difícil de conseguir en estos días), del respeto que debemos a todo individuo por el hecho de serlo y del cariño que el trato genere entre espíritus afines o respetuosos con otros sentires. El Señor, en cuanto a amistades, ha sido especialmente generoso conmigo y mi familia, y es justo que así lo reconozca y agradezca.