POSIBLEMENTE dentro de algunos años, cuando miremos hacia atrás y pensemos un poco -en el supuesto de que alguna vez seamos capaces de recordar el pasado no como fuente de rencores sino como motivo para reflexionar sobre los errores- caeremos en la cuenta de dos grandes disparates que estamos cometiendo ahora mismo. Enormes pifias políticas de las que destaco dos muy imbricadas entre sí: el desbarajuste autonómico y la preponderancia absoluta de los partidos en las decisiones de cualquier tipo.

Las democracias se sustentan en los partidos políticos. La ausencia de éstos, o la presencia dominante de uno solo, es lo que caracteriza a las dictaduras. Parece absurdo, por lo tanto, afirmar que la democracia española está fallando por el comportamiento de los partidos. No obstante, es así porque de lo que estamos hablando es de excesos. No comer conduce a la muerte por inanición; comer en demasía mata de igual forma por obesidad.

La prodigalidad de las autonomías tiene tan asustados a quienes han invertido en España, que el capital huye de los bancos españoles a galope tendido. Y el poco que viene se destina, qué remedio, a comprar deuda pública a unos intereses que no podemos pagar sin seguir arruinándonos. Ese despilfarro se ha originado -y sustentado- por la necesidad de los partidos de contar con apoyos para gobernar. No es el caso del PP actualmente, pero lo fue en la primera legislatura de Aznar, en la última de Felipe González y en las dos de Zapatero. Una vuelta de tuerca cada año, una nueva ristra de exigencias, descentralizaciones y obtención de cuotas de autogobierno que han conducido a deudas inmensas como las de Cataluña, Valencia o Andalucía, sin olvidar Madrid y otras. El color de quien gobierne en cada periferia poco importa; el denominador común es un desastroso resultado.

Podemos quedarnos en las alturas y divagar cuanto queramos sobre este asunto, por supuesto que sí, pero prefiero ceñirme a un caso que nos queda bastante cerca, además de afectarnos directamente. Unas inversiones europeas en el puerto de Las Palmas que pueden llegar hasta los 80 millones de euros, a cambio de no destinar ni un céntimo al puerto de Santa Cruz, supone reducir este último a su mínima expresión. Si esta idea sigue adelante, y de momento no hay ninguna razón para que no siga adelante, habrá comenzado un proceso conducente a que el único gran puerto canario esté en Las Palmas. El que no lo vea, o está ciego, o ha dejado que le pongan una venda en los ojos movido por intereses la mayoría de las veces inconfesables pero en ningún caso ficticios.

Posiblemente sea absurdo que Canarias tenga dos capitales. Lo es especialmente en tiempos como los actuales, cuando tanto recurren los políticos a la palabra recortes. Es, igualmente, un disparate tener dos universidades, una televisión autonómica con dos centros de producción -uno en cada isla, para que el tinglado sea todavía más oneroso-, un Gobierno a caballo entre Las Palmas y Santa Cruz -con lo que supone en cuanto a desplazamientos perpetuos de consejeros, altos cargos y hasta funcionarios- y, en general, una política estúpida de equilibrios imposibles que pringa incluso el ámbito eclesiástico, pues también tenemos dos obispados: el de Canarias en Las Palmas -cómo no- y el de Tenerife en La Laguna. Menos mal que en el asunto parlamentario se ha impuesto cierta cordura, al menos de momento, porque de otra forma a estas alturas la Cámara legislativa autonómica tendría dos sedes, con la correspondiente duplicación de personal, servicios y dependencias, y se reuniría alternativamente en cada isla capitalina.

Cabría pensar que a la vista de la crisis y esas cosas estamos ante un modelo improrrogable en el tiempo. A lo mejor debe haber un solo puerto grande ubicado en Las Palmas. Pero entonces también habría que tener una sola universidad. Con criterios económicos y académicos resulta insensata la existencia de dos que, en gran medida como consecuencia de este provincialismo rancio, están a la cola de España en casi todos los parámetros. Cabría pensar, como digo, en muchas soluciones racionales que se aplicarían a rajatabla para finiquitar definitivamente una locura, pero no nos hagamos ilusiones. Quienes gobiernan en España, y quienes previsiblemente lo harán durante tres años más, pertenecen a un partido con un discurso en Las Palmas y otro en Tenerife, aunque en esta última isla, salvo la excepción de Pérez-Camacho y Cristina Tavío, se trate de un discurso mudo. Nada que ver con las airadas protestas contra Tenerife del señor Cardona, el señor Bravo y la señora Bento entre otros. El único que ha calificado de inadmisibles, por pleitistas, las manifestaciones de esas voces "grancanarias" ha sido Miguel Cabrera. Tavío ha arremetido contra Bermúdez y contra CC por haber abandonado, hasta permitir su apatía actual, al puerto de Santa Cruz. Eso es verdad, pero solo la mitad de la verdad. Olvida Cristina Tavío, con quien no quiero volver a enfadarme periodísticamente hablando, dos detalles. El primero, que el PP ha consentido esa política de CC respecto al principal puerto tinerfeño; el segundo, que la ministra de Fomento, la que ha firmado la defunción del puerto de Santa Cruz siguiendo indicaciones de quien todos sabemos, no milita en CC sino en el PP. Al final, un pleito interno de andar por casa con nefastas consecuencias para los intereses de Tenerife.

En cualquier caso, lo que procede en estos momentos no es celebrar un nuevo juicio de Núremberg -ni iniciar una caza de brujas-, sino optar por un modelo u otro. O mantenemos, elevado hasta sus últimas y absurdas consecuencias, el equilibrio interprovincial, o nos encaminamos por la senda más lógica de que todo no puede estar duplicado en ambas capitales o en ambas islas. Lo absurdo es que alguien, sea de donde sea y esté en donde esté, recurra al equilibrio cuando le conviene y abdique de él cuando le perjudique. Eso es jugar con las cartas marcadas; eso es seguir consintiendo lo que están haciendo nuestros partidos políticos desde hace mucho tiempo.

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