LA TOMA de decisiones trascendentes en nuestra vida es algo complicado que va a depender, en cierta medida, de nuestro estado de ánimo, del entorno y de nuestros propios miedos. Un discípulo de Aristóteles preguntó al filósofo, en cierta ocasión, sobre qué sería lo más conveniente para tener una vida plena de felicidad, si casarse o quedarse soltero, a lo que este le respondió: es igual, hagas lo que hagas, te arrepentirás. Por lo tanto, yo creo que más que sostener toda una vida las decisiones que se toman en el presente, habría que elegir de entre las posibles opciones escogidas aquella de la que menos nos vayamos a arrepentir.

De ahí que haya frases que no se comprenden en su momento, pero que, tiempo después, incluso años más tarde, cobran todo su sentido. Para mí una de ellas es esta: ¿puedo sostener toda mi vida esta decisión que ahora tomo? ¿Sí o no? Aunque parezca excesivo decirlo, en muchos casos, en la respuesta bascula, al menos, el grado de serenidad necesario para disfrutar de un estado de ánimo menos evanescente y caprichoso que el de la tan cacareada felicidad. Lo fascinante de esta vida es que nunca se sabe cuándo ni de quién vamos a recibir un interesante retazo de sabiduría. En este caso, la revelación viene de un griego cualquiera, cuyo nombre ignoro, y que no creo que fueran precisamente el faro de Alejandría ni el descubridor de la pólvora, pero su curiosa pregunta dio lugar a una gran sentencia.

Imaginemos que uno debe tomar una decisión de esas que pueden variar el curso de su vida, un cambio de estado civil, por ejemplo, escoger si jubilarse o no, montar un negocio en época de crisis, confiar en alguien... Por lo general, este tipo de decisiones se toman siguiendo los impulsos del corazón o los de la cabeza. Del corazón si se trata de asuntos sentimentales o relacionados con gente que se ama, y de la cabeza si son laborales. A veces, las personas con experiencia o los jóvenes especialmente inteligentes combinan cabeza y corazón tanto en temas sentimentales como en laborales, lo que hace que sus actos sean más acertados. Sin embargo, son muy pocos los que a la hora de tomar una determinación se preguntan si más allá de su conveniencia (que es lo que se controla con la cabeza) o de sus anhelos (que es lo que se controla con los sentimientos) se trata de una decisión con la que puedan convivir de ahí en adelante.

Supongamos que se trata de una cuestión sentimental. Apostar a fondo por una persona de la que uno está muy enamorado o, por el contrario, divorciarse de alguien de quien uno ha dejado de estarlo. ¿No ocurre muchas veces que, a pesar de que la cabeza o el corazón indican una cosa, uno tiene la sensación de que hay "algo" que porfía y nos recomienda no hacerles caso a ninguno de los dos? Por eso, en ocasiones nos sorprendemos actuando de forma extraña. Como, por ejemplo, cuando uno, a pesar de querer muchísimo a una persona, decide no seguir adelante con él o ella. O todo lo contrario, cuando elige continuar en un matrimonio que, al menos en apariencia, ya está muerto. La gente llama a esto cobardía, pero yo creo que juzgar en casos así no es solo injusto, sino frívolo.

¿Es cobardía renunciar a lo que parece el amor de nuestra vida, o hacerlo tiene que ver con una forma de sabiduría inconsciente que indica que los amores imposibles dejan de ser amores, precisamente, cuando se hacen posibles? Y lo mismo ocurre con otras muchas situaciones, como la de seguir en un trabajo aburridísimo y rutinario. O por el contrario, con la de montar un negocio que, a priori, parece apasionante y lleno de posibilidades económicas.

Unos llaman a esto intuición; yo, mujer y soñadora, lo llamo "corazón". Y es que este órgano, que tiene mucho glamour y menos predicamento que el cerebro, es al final el que decide a veces por nosotros sin que lo sepamos. La única que, de verdad, sabe con qué decisión puede uno convivir y con la que no, por muy interesante, ventajosa económicamente, importante socialmente, o lo que sea, se llama conciencia, y esa hay que tenerla muy limpia.