OJOS que no ven, corazón que no siente. Este sabio refrán le viene al pelo a lo que ocurre actualmente con el tratamiento del mobiliario en las ciudades por parte de los usuarios presuntamente irresponsables o por desaprensivos a los que parece no dolerles el coste que representa invertir en calidad de vida en la urbe, y es que los gestores de la "res pública" debieran salir más a la calle, sentarse, si cabe, en los bancos deteriorados o no, ponerse en la piel de los administrados o transeúntes, dejar que se enfríen los sillones de los despachos, aunque solo sea una hora al día. Desde el coche, posiblemente, no se aprecien las deficiencias o carencias de un municipio, un barrio, un caserío, o la Isla, aunque reconozco que podría pecar de excesivo en esta observación. En este caso, me centraré en el Puerto de la Cruz, que transito casi a diario, y que durante algo más de treinta años pude tomarle el pulso informativo y que, aún hoy, tal vez por deformación profesional, o por sentimiento, sigue siendo motivo de preocupación y hasta de afecto, pues no en vano tuve el honor de ser vecino de esta ciudad entre 1987 y 1998, concretamente, de la calle Lomo Nieves, junto al viejo templete de la familia Renshaw, que se erige como auténtico vigía de ese promontorio portuense. En uno de mis pausados paseos por la remozada avenida Hermanos Betancourt y Molina, antigua Generalísimo Franco, me percaté del buen acabado de la reciente reforma y con los flamantes artilugios propios de lugares acotados o gimnasios, con la particularidad de que algunos de estos estaban fuera de servicio o precintados por encontrarse deteriorados, simplemente rotos.

Bien es cierto que el Puerto de la Cruz ha ganado como ciudad habitable, propia para vivir y disfrutar, fruto del esfuerzo desarrollado por las distintas administraciones para modernizarlo y propiciar un realce de su imagen, no solo desde el punto de vista de los destinatarios de esas actuaciones, sino desde la previsible percepción que las mismas despierta en los visitantes. Una ciudad es como una casa que siempre ha de estar en las mejores condiciones para atender las visitas, en este caso, de los miles de turistas que recalan cada año y que no siempre se llevan un buen recuerdo del estado en que se la encuentran u ofrecen. Resulta penoso que a pocos meses de haber sido entregada la obra de remodelación de la avenida Familia Betancourt y Molina, parte de su mobiliario haya sido víctima de conductas vandálicas, presumiblemente con la impunidad que da la noche o la falta de vigilancia y control de la vía pública, y, por si fuera poco, se cuestiona la idoneidad de determinados aparatos; es decir, dinero supuestamente mal gastado para el contribuyente. Causa desasosiego e indignación observar cómo algo que tanto ha tardado en fraguarse sea pasto de la agresividad gratuita, y como quien rompe no paga, sino los de siempre, así nos va.