Hace cinco años diagnosticaron a mi padre la enfermedad de Alzheimer. Toda la información que nos llegó y que nos dieron tanto asociaciones de enfermos como facultativos, nuevas tecnologías, etc., se centraban en paciencia, comprensión y mucho amor.

Durante estos años lo hemos estado haciendo lo mejor que hemos podido, de tal manera que mi madre ha estado las veinticuatro horas al día, durante los 365 días de todos estos años, sin separarse de él. No ha salido del entorno de su domicilio, en la plaza Churruca, porque era mucho el daño que causábamos con la desorientación. Nuestros vecinos se han portado en estos años maravillosamente.

Pero nos llegó la realidad: tuvimos que llevarlo a Urgencias, y más tarde le diagnosticaron una "neumonía grave". Nos encontramos con que las personas que nos atendieron en Urgencias (médicos, enfermeras y demás personal sanitario) no tienen en cuenta esta enfermedad. La desorientación de mi padre en aquel pasillo de Urgencias iba creciendo con cada minuto que pasaba, y aquella situación duró doce horas, y claro, "se cansaron", ellos no están para eso, y pusieron la solución enseguida: atarlo a la camilla. Podrán entender hasta dónde llegó el desconcierto. Pedimos llevarlo para casa y seguir el tratamiento en su domicilio, pero nos recomendaron el traslado a una clínica con mala fama, y ahora entiendo por qué. En esta lo dejamos a las once de la noche; nos dijeron que estaba tranquilo, que le habían dado un sedante y que fuéramos al día siguiente.

A las nueve de la mañana del día siguiente, recibo la llamada de un doctor comunicándome que mi padre había fallecido de una "insuficiencia respiratoria". Cuando llego a la clínica me encuentro a mi padre fallecido y todavía con sus manos atadas a la cama. En nuestros corazones queda que la "insuficiencia respiratoria" le llegó al despertar a cualquier hora de la noche, en un sitio desconocido y atado a la cama, y lamentamos no haber tomado la decisión de llevarlo para casa en contra de la opinión de los profesionales.

Si algún político quiere hacer lo posible por habilitar en Urgencias salas para estos enfermos, donde los podamos acompañar y no les llegue la desorientación y la "insuficiencia respiratoria", pues bien estaría la experiencia sufrida por nuestra familia.

Cecilio Pérez

Mi abuela

Coraje de mujeres canarias, emigrantes de un denuedo inconmensurable, impulsadas por una vida mejor, huyendo de la hambruna, portando dos paquetes entre sus brazos, uno guardando sus "cuatro cosillas" de valor (valor sentimental..., no había más), y en el otro, el miedo, bien enrollado y atado para que no las pudiera amedrentar.

Con arrojo digno del mayor de los valientes, heroínas hercúleas de corazón, se subían en esa caja destartalada que colgaba de un frágil cable, oxidado por la sal, sobre las "torbellinas" aguas del disforme Hermigua, sujetos a monolitos que como imponentes gigantes emergían del mar, deslizándose entre bandazos del viento a la popa de chalupa renqueante que un milagro, y no otra cosa, la mantenía a flote, acurrucándose, ellas, sobre una dimensión diminuta, agolpadas unas a otras como si de un zapato menudo se tratase.

Así cruzaron el trozo de Atlántico con destino incierto, empapadas en salitre fruto de las embestidas de la naturaleza con gigantescas lenguas de mar que en ocasiones engullía al barquillo y que, milagro tras milagro, escupía para volver a navegar..., tal vez porque ni el agua tenía ya cabida entre tantas almas apretujadas temerosas con osadía.

Tras mil plegarias a Dios rezar, pisaban por primera vez los muelles de Santa Cruz, y como de conquistadoras del cielo se tratara, prendiendo camino desigual pero con un fin común: tener un futuro mejor, no para ellas, sino para cumplir su ilusión, traerse algún día a sus seres queridos y "escaparlos" de la miseria, pobreza, poder darles pan. Y lo que digo es verdad, pues así ocurrió. Mas algunas almas, no sé cuántas, se quedaron en el mar, adoquines celestiales, que Dios no las olvidó, y con un enorme volcán las inmortalizó... Y otras, muchas de ellas, nos conquistaron con su valor y sembrando en nuestra tierra semillas engendradas entre fatigas de trabajo y abonadas con amor..., brotando de sus frutos lo que somos hoy.

Antonio Afonso Padilla