CUANDO uno va en avión a Estados Unidos y queda poco para aterrizar recibe de manos de la azafata -o del azafato- un par de cuestionarios que debe entregar en el control de inmigración. Muchos de los datos solicitados al viajero son los habituales: filiación, procedencia, número de pasaporte; menudencias así. Hay, no obstante, algunas preguntas que a primera vista parecen idiotas. ¿Ha sido usted arrestado o ha sido convicto de un delito o crimen...? ¿Ha estado usted involucrado en espionaje o sabotaje, o actividades terroristas, o genocidio...? Cuestiones de este tipo a las que cualquiera que pretenda entrar en este país contestaría negativamente. "Qué mentecatos son estos tipos", piensa el españolito que se las sabe todas mientras se dispone a rellenar esos documentos.

En realidad, tales cuestionarios están elaborados a conciencia y con bastante mala idea. Es muy difícil para un agente de inmigración probar sobre la marcha, con las premuras propias de una aduana aeroportuaria, si alguien es un delincuente, un terrorista o incluso un antiguo genocida. Es muy difícil demostrar estos supuestos inclusive cuando el afectado ya está dentro del país. Resulta más sencillo, en cambio, arrestar a alguien bajo la acusación de haberle mentido a una autoridad federal. Si el "sospechoso" cometió alguna vez uno de los delitos considerados "sensibles", aunque haya sido hace mucho tiempo, y niega tal extremo en un documento oficial, acaba de cometer otro delito. Lo suficiente para que lo metan en el trullo hasta que un juez decida lo que hacen con él. Lo mismo ocurre con los objetos susceptibles de ser declarados a efectos fiscales. ¿Algo que deba pagar impuestos de entrada? No, nada. Pues siga usted adelante. Eso sí, de vez en cuando sacan a alguien de la fila y lo obligan a abrir la maleta. Ay de él si se le olvidaron una par de botellas de whisky y dos cartones de tabaco.

Huelga añadir que no es este el método español. Aquí al que cogen, si es que lo cogen, como mucho paga lo mismo que en el supuesto de declarar previamente la mercancía. Con lo cual lo lógico es intentar pasar a la chita callando. Si escapo, perfecto; y si no, tampoco es tan caro el percance.

Lo mismo ocurre con las bonificaciones por residente. Bastaría con exigirle a uno de cada diez pasajeros -o a uno de cada veinte-, elegido al azar, que justifique en un tiempo prudencial -quince días, un mes- su derecho a la bonificación. En caso de no hacerlo, palo y tente tieso: una multa por valor de diez o veinte veces lo defraudado al erario, y hasta la próxima. En menos de un mes se acababan los listos. Claro que eso sería equiparar a España con el país que ha llegado a la Luna. Sería ponernos a una altura que desentonaría con las panderetas, los vestidos de lunares, las peinetas, las romerías, el provincianismo recalcitrante, la mentira como una actitud no solo admisible sino también estimable y, en general, con cuanto nos hace tan peculiares y decimonónicos. Debido a ello, Soria, muy preocupado por nuestro porvenir, nos ha devuelto a los tiempos del certificado de residencia; a la época vetusta en la que debíamos demostrar, de uno en uno con el DNI en la boca y el otro papel en la mano, que no nos estábamos comportando como los pícaros que nunca hemos dejado de ser.

rpeyt@yahoo.es