HUBO una época durante la cual los jóvenes españoles entraban en las empresas como aprendices. No cobraban, como es lógico, el salario de un trabajador normal sino un sueldo reducido mientras aprendían el oficio. Así se formaron inmejorables mecánicos, electricistas, pintores, fontaneros y hasta oficinistas; incluso algunos empleados de bancos empezaban como botones e iban ascendiendo a veces hasta puestos de dirección. Había empresarios que explotaban a estos jóvenes, nadie lo niega, pero eran pocos; la mayoría se comportaba de forma honrada, casi siempre para hacerle un favor al familiar del bisoño que le pedía que lo colocase y también por conveniencia de ellos mismos; a menudo el aprendiz se quedaba a trabajar en la empresa, con lo cual su empleador rentabilizaba el tiempo dedicado a adiestrarlo. Ya se ocupaba el patrón de tratarlo bien para que no se fuese a la competencia.

En aquella época no había nacido ninguno de los jóvenes que hoy campan por el país, o se quedan en sus casas viendo la tele, con el honor de pertenecer a la generación mejor preparada y también, ironías del asunto, la más desempleada. Luego vinieron los derechos sociales. A mí los derechos sociales me parecen bien. Me parecen imprescindibles, si me apuran a expresarme en términos políticamente correctos. Lo que no entiendo es de qué derechos puede estar disfrutando una persona de treinta y tantos años que aún no sabe lo que es un trabajo consistente y, para mayor descalabro, tiene pocas perspectivas de encontrarlo, pero tampoco es cuestión de ponernos melodramáticos. El caso es que esos derechos sociales impidieron la contratación de aprendices en las empresas. Todo el mundo a la formación profesional. Nunca he entendido cómo se puede aprender a apretar un tornillo -o a reparar una cañería- cogiendo apuntes en un aula, pero alguien determinó que las cosas deben ser así. Solo muy recientemente se han generalizado las prácticas en las empresas no únicamente para los alumnos de FP, sino también para los universitarios. Lo de generalización cogido con pinzas, pues todavía estamos lejos de lo que sería deseable.

Nuestro actual sistema de formación profesional -los datos están ahí para quien los quiera consultar- nos ha llevado a un 50 por ciento de paro juvenil, cuando la media en la Unión Europea es del 22 y en Alemania del siete, sin olvidar que en algunas regiones de ese país no hay desempleo para los jóvenes; todos tienen trabajo. Ante unas diferencias tan abismales, los empresarios teutones que han acompañado a Merkel en su visita a Madrid les han encarecido a sus colegas españoles que copien de ellos. En Alemania la formación profesional se realiza esencialmente en las empresas. Los principiantes aprenden controlados por un tutor y unos profesores que externamente les imparten conocimientos teóricos, pero el grueso de su educación la reciben en las fábricas cobrando unas retribuciones similares a los novatos españoles de antaño. ¿Permitirían esos marqueses del sindicalismo apellidados Méndez y Toxo un retorno al pasado para ganar el futuro? Intuyo que no. No se lo permitiría su catecismo decimonónico; el de la lucha de clases y del grito "¡muerte al patrón explotador!". Qué aciago panorama.

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