LEO, escucho y veo los informativos de diversos medios de comunicación. Leo, escucho y veo que España se ha convertido en una corrida de toros permanente, un circo con múltiples enanos, entre los que abundan las acusaciones y las exculpaciones de cargos, incluso después de ser las personas detenidas, con gran despliegue policial y ventolera mediática, en unas operaciones que podemos tildar de sainetes. Se habla de infracciones fiscales, de amenazas, de vídeos subidos de tono, de asuntos hirientes, de latrocinios, malos tratos..., aunque es probable que en unas pocas semanas estos cargos sean retirados; pero las imputaciones más graves, las que de la noche a la mañana derriban del podio del honor a una persona, arrojándola al barrizal del desprestigio, esas, como las golondrinas de Bécquer, esas no se olvidarán. Y uno, ante esta situación tan candente y común, se pregunta: ¿y quién devuelve ahora el honor destruido a estas personas? ¿Quién les resarce de las afrentosas imágenes que divulgan las televisiones y los periódicos cuando van a declarar ante un tribunal? ¿Quién les compensa por todo ese tiempo en los que se ven escarnecidos y vilipendiados, arrastrados por el fango y expuestos a la reprobación social? No defendemos aquí que una cantante, un duque consorte, un político, un militar, un futbolista, un torero, un muerto, etc., por ser personas de relevancia pública, merezcan un trato privilegiado; aunque, desde luego, precisamente porque su celebridad puede convertir cualquier atribución delictiva que se le haga en motivo de escándalo, sería aconsejable que las investigaciones se hagan con el más discreto celo. Pues si se demuestra que los presuntos, más allá de su notoria celebridad, son inocentes del delito que se les imputa, cabe preguntarse si se ha respetado su presunción de inocencia.

En una época como la nuestra, el principio de presunción de inocencia no puede circunscribirse al ámbito estricto y formalista del proceso judicial; su garantía debe extenderse a ese brumoso territorio que denominamos opinión pública. Mis preguntas son: ¿puede ser compatible una detención con la presunción de inocencia? ¿Es compatible con la presunción de inocencia que los entresijos de las operaciones policiales que preceden a una detención sean desmenuzados en las tribunas mediáticas? ¿Y que se filtren los sumarios judiciales? ¿Y que se monten juicios paralelos en la prensa? El sensacionalismo que rodea a algunos casos, la ordalía pública que durante meses, día sí y el otro también, se organiza en torno a algún famoso, ¿es compatible con la presunción de inocencia? Que luego estos personajes resulten exculpados, ante los ojos de una "opinión pública" ahíta de carnaza informativa, es ya lo de menos; antes de que el juez archive los cargos contra ellos, la "opinión pública" ya los ha juzgado y condenado. Y la sombra de esa condena les perseguirá mientras vivan y aún después de muertos, como un sambenito aflictivo.

El grado de cinismo de los contertulios es tal que se llega a insinuar, incluso, que muchos rostros populares son detenidos porque así se decretó desde altas instancias políticas, para de este modo distraer la atención de la "opinión pública" de otros asuntos más hirientes y escandalosos que nos atañen, pues a esas altas instancias políticas les conviene mantenerse en un segundo plano, protegidos del escrutinio mediático.

Sin entrar a considerar tales especulaciones, lo que sí parece probado es que la prensa ha divulgado particularidades de algunas operaciones policiales que tendrían que haber permanecido en el más riguroso secreto. Nunca se sabe si la divulgación es fruto de "soplos", de negligencias o de una práctica periodística poco escrupulosa -aunque algunos lo llaman periodismo de investigación-; lo que sí es evidente es el daño que se hace a estas personas y sus familias, un daño irreparable. Vivimos, se dice siempre, en la "sociedad del espectáculo" y bajo este sintagma eufemístico se cobija una exaltación de la llamada "libertad informativa", convertida en salvoconducto para la expendeduría de carnaza, lograda a través de los métodos más sórdidos e inescrupulosos.

Modestamente opino que los medios de comunicación deberían meditar seriamente, si no desean que su menguante prestigio acabe extinguiéndose por completo, los fundamentos de su misión: no se puede alimentar la curiosidad de la llamada "opinión pública" a costa de desbaratar famas y aventar turbios rumores. Y esta reflexión perentoria debería extenderse a quienes tienen como cometido perseguir el delito y administrar justicia: confundir ese cometido con la propagación de la sospecha y la "espectacularización" de las acciones policiales y judiciales solo contribuirá a su propia degradación. Y, de paso, a destrozar vidas: las de quienes sufren en sus propias carnes los zarpazos del sensacionalismo mediático; pero también las de quienes nos alimentamos de esa carroña y nos refocilamos en su podredumbre.