Vázquez-Figueroa escribió hace unos años una novela no demasiado interesante desde el punto de visto literario, ni de ventas -considerando lo que él está acostumbrado a vender-, pero sí importante como denuncia de una situación abusiva. Una novela titulada "Vivir del viento", con la que llamaba la atención sobre lo que considera un fraude de incalculables dimensiones relacionado con las llamadas energías limpias.

Ignoro si José Manuel Soria lee a Figueroa -pienso que no-, pero una de las primeras medidas que adoptó al llegar al ministerio de Industria y etcétera fue reducir las subvenciones al subsector de las renovables. Este país cuenta con una planta generadora de electricidad capaz de cubrir sus necesidades actuales y bastante más. Es lógico, por lo tanto, ahorrar en las ayudas a las empresas que más fondos públicos han estado recibiendo. Sensata o no, esa decisión le ha valido a Soria el calificativo, entre otros, de gran perjudicador de Canarias. Cosas de Rivero y sus ilustres correligionarios, pero sigamos con el viento y el cuento.

Señala César Molina en un artículo publicado en El País con el título "Una teoría de la clase política española" -texto de lectura obligatoria para empezar a entender lo que nos está sucediendo- que en España no ha habido solo una burbuja -la inmobiliaria- sino varias. Entre ellas, la concerniente a las mencionadas energías renovables. La aportación española al PIB mundial procedente de estas fuentes de energía apenas llega al dos por ciento. Sin embargo, las subvenciones que reciben las empresas del ramo en nuestro país suponen el 15 por ciento del total planetario. Tan extraña y abismal diferencia se debe, según explica el propio Molina, a una apuesta de Zapatero y sus chicos por ponernos a la vanguardia de la lucha universal contra el cambio climático. Intención loable, qué duda cabe, pero que, como tantas otras, no nos podíamos permitir ni siquiera cuando éramos "ricos". Y como todo lo que uno se permite por encima de sus posibilidades suele acarrear una deuda descomunal a la vuelta de la esquina, esas ayudas descomunales -sin contar una larga ristra de fraudes y corrupciones que no hace falta ir muy lejos para documentar con ejemplos de libro- son la causa de que paguemos la electricidad más cara de Europa. Lo peor es que esos precios desorbitados no han cubierto el monto total del despilfarro: a día de hoy el Estado acumula una deuda de 24.000 millones de euros con el sector eléctrico. A ver de dónde de dónde va a salir ese dinero cuando llegue la hora de pagar, que llegará antes o después, considerando que las arcas del erario están cada vez más vacías.

Estos datos son para echarse las manos a la cabeza. No obstante, como todo es mejorable, la Confederación Canaria de Asociaciones Profesionales, conocida como la Concap, acaba de pedir a gobiernos e instituciones que no flaqueen en sus apoyos a las empresas del sector, al margen de la solución que se busque en su momento para el mencionado déficit eléctrico. Petición absolutamente dentro de lo normal considerando que en los países avanzados -lo he escrito varias veces- son las empresas las que subvencionan al Estado con sus impuestos, mientras que en el nuestro es el Estado el que sufraga los agujeros de las empresas. Al final, lo de siempre: coge el dinero y corre, y el último que apague -o pague- la luz.

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