ANTAÑO, cuando uno era imberbe adolescente e iba de camino al colegio por la ruta habitual, era frecuente ver a los obreros de la construcción, en su hora de descanso, tendidos a la sombra dando buena cuenta del contenido de una fiambrera de aluminio, que podía estar formada por un solo recipiente o de varios, según el poder adquisitivo del portador. En el caso de los obreros, el condumio resultaba ser bastante simple. Una pelota de gofio de aperitivo, más un potaje frío hecho con productos de su propia huerta y un segundo de pescado encebollado o salado, y de postre el insustituible plátano. También los había que se permitían el lujo de traer alguna botella de vino casero o de algún vinatero de confianza, brebaje que solían compartir con sus compañeros de cuadrilla. Y esto fue así hasta que nos sobrevino el "boom" de la construcción y la hostelería, logrando que los jornales se multiplicaran. De forma que los obligados desertores del campo, circunstancialmente mejor remunerados, llegaron a la conclusión de que había que predicar con el ejemplo entre sus propios hijos. De este modo, una gran parte de la descendencia estudiantil de origen rural optó por abandonar los estudios en Primaria o a mitad del Bachillerato para engrosar las filas de alguna contrata dedicada a superponer bloques y ladrillos o servir con bandeja a los turistas. Pero esta mejora laboral también repercutiría en las empresas suministradoras, auxiliares de dichos sectores. Y ya puestos a seguir la corriente y ante una generalizada mejoría del poder adquisitivo, unida a la implantación de la llamada jornada intensiva laboral, los trabajadores de todos los sectores fueron renunciando a la antigua costumbre de portar la fiambrera con la comida y optar por el menú del día en cualquier bar cercano, recién abierto por algún avispado pequeño empresario, contribuyendo así de una forma inconsciente a la movilidad dineraria y a la generación de nuevos puestos de trabajo. De este modo se fueron abandonando las producciones agrícolas y paulatinamente se fue creando una dependencia casi absoluta del exterior hasta llegar a hoy en día, en que, salvo algún monocultivo superviviente, todo se importa sin remedio. Agravado aún más por nuestra condición insular y el sobrecoste que ello nos supone.

Sobreviene la crisis a partir de 2007, y como nuestros gobiernos no se quieren enterar de ello, la ciudadanía presupone que puede seguir viviendo instalada en el despilfarro personal, porque los políticos tampoco cejan en dilapidar los dineros públicos, venidos de los propios impuestos o de las subvenciones europeas que tan en boga estaban en la pasada década. Primero se presentaba el proyecto y se pedía la subvención, y después se empleaba en ello parte del caudal solicitado para desviar el resto a otros menesteres difíciles de probar, aunque fáciles de suponer. Y esto ocurrió hasta que Europa dijo ¡basta! y se constituyó el IV Reich, ahora económico, con Merkel y Hollande a la cabeza. Mirados con lupa y debatiéndonos en nuestras propias miasmas, sentimos cómo nos convertimos en la rama más pobre de la familia comunitaria, por nuestra obligada pertenencia a un país que nos gobierna y nos discrimina de forma descarada respecto al resto de sus regiones peninsulares, haciéndonos retroceder de nuevo a los años en que el obrero o el trabajador de nuestros recuerdos, y aún nosotros mismos, cargábamos con la inseparable fiambrera cuando iban al trabajo o íbamos en ayunas al colegio para recibir la comunión y, posteriormente, restar tiempo de docencia para dedicarlo al asueto en el patio anexo a la capilla junto con nuestros también "devotos" compañeros. Pan de los ángeles para el alma, de aperitivo, y pan para el cuerpo acompañado con la suculenta tortilla casera.

Inevitablemente, ante la ausencia de alternativa, estamos retornando a la fiambrera, denominada ahora con el anglicismo "tupper", que ya resulta un complemento cada vez más frecuente en la clase funcionarial, pues me consta de forma objetiva que esta, con su sueldo recortado, ya no puede ir a diario a consumir al bar de la esquina. Si acaso a tomar un cortado para hacer estómago y prepararlo para zamparse de un tirón el bocadillo de chóped en la propia oficina o el filete empanado de carne congelada, si cobró su nómina de forma reciente.

En cuanto a los alumnos que desde el pasado lunes acuden en masa a los colegios, también les afecta esta modalidad. Y si no que se lo pregunten a una atribulada madre en paro, de San Agustín de Guadalix (Madrid), que le ha lanzado un "tupper" a la presidenta Esperanza Aguirre como protesta por el retorno a la modalidad de alimentar a los niños con comida hecha en casa, por la imposibilidad material de poder abonar al colegio el importe correspondiente a la alimentación de sus hijos, teniendo que pagar, encima, por el uso de los utensilios y del recinto del comedor. Una costumbre que está implantando el Gobierno del PP para desequilibrar la balanza de la enseñanza pública en beneficio de la privada. Y si menciono el tema del retroceso en la sanidad pública, que terminará por cobrar la manutención a los enfermos hospitalizados, tendría que duplicar este espacio.

De modo que, parafraseando la película de Berlanga: "Bienvenido, mister tupper".