ÉRASE una vez, no precisamente en tiempos de Maricastaña, sino tal que ayer como aquel que dice, cuando un zapatero devino en príncipe de las mareas (humanas) por su imagen esbelta y con bello atractivo para las mujeres de aquel pueblo. Así, pronto llegó a presidir el Gobierno de la nación sin percatarse o querer reconocer ante sí mismo que había alcanzado su nivel de incompetencia. No estaba capacitado para aquel alto y digno cargo. Él creía que el dinero, que todo lo puede, le bastaba para hacer valer su condición. Resultó que, no sabiendo aplicarlo eficientemente, lo fue despilfarrando progresivamente aumentando la carga venidera sobre los costillares del pueblo y de las generaciones posteriores que habrían de llegar.

No le bastó a su incompetencia ir cercenando el bienestar, eufemístico, que decía defender. También se aventuró por derroteros políticos para los que no tenía consciencia ni preparación. Y aquella nación empezó a sentir sacudidas telúricas, resquebrajamientos, que ponían en serias dificultades el futuro. Con un alto grado de inconsciencia (¿o era plenamente consciente?) fomentó la centrifugación del Estado hacia el noroeste. A lo peor pretendía un federalismo al revés. Y allá y acullá aparecían movimientos con querencias de ser independientes de la nación que el otrora zapatero devino en desgobernar.

Había en aquel país un movimiento independentista larvado por un nacionalismo norteño que aprovechaba que sus cachorros agitasen el nogal para ellos recoger las nueces. Aquel movimiento era activo desde antes que el zapatero vistiese pantalón corto. Y cuando devino en presidente del Gobierno, se "acongojó" ante la presión que aquel movimiento ejercía sobre él. Y sucumbió. Empezó a reconocerlo políticamente hasta influir en el Tribunal Constitucional de aquel país para permitirles comparecer en unas elecciones que les catapultasen a estar presentes en las instituciones. Y permitió que un faisán volase sobre el nido del cuco, y con él los diezmos que habrían de alimentar la maquinaria terrorista de aquellos otrora cachorros.

Hubo una mosca cojonera entre los diputados de aquel país. Un día sí y otro también preguntaba en la sede parlamentaria sobre aquel faisán. Y el ministro de turno, como el que oye llover. Y tras todos los desmanes producidos por el gobierno de aquel zapatero, las elecciones otorgaron el poder a un registrador gallego. Y de aquel faisán nunca más se supo. Aquella mosca cojonera enmudeció su zumbido. Y el registrador gallego devenido en presidente, tras decirle al pueblo que las transferencias del poder habían sido modélicas, otorgó a aquellos miembros del gobierno cesante condecoraciones de todo tipo. Aquellas condecoraciones incrementaron intrínsecamente su nivel de desprestigio.

Aquel otrora zapatero se vio reconocido como consejero de aquel Estado. Sin capacidad alguna para aconsejar de nada y con la ocupación deseada y manifestada: contador de nubes. A lo peor, consecuencia de esa dedicación por él añorada, hemos padecido una de las grandes sequías del país.