Estimado señor director:

Uno de los mayores desafíos que tiene la sociedad española en la actualidad es la definición de un sistema educativo que reemplace al anterior, incluso vale decir que refunde la educación en España. Porque el problema, aunque se intente disfrazar de múltiples maneras, a cual más ideologizada, es justamente este, la desvertebración de los principios de la enseñanza en aras de unos criterios partidistas o, al menos, preñados de un fuerte componente sectarista. Se está, por lo tanto, ante una oportunidad magnífica para dar un vuelco a lo que hasta ahora se ha practicado, con mayor o menor fortuna, en cada una de las diecisiete comunidades autónomas. Hacer que la educación tenga, para bien de los alumnos principalmente, y sea cual sea su procedencia y condición socioeconómica, un hilo conductor universal, común a los hijos de Canarias o del País Vasco, por poner un ejemplo, se antoja fundamental, y de ahí que la fijación de unos contenidos mínimos a impartir, en los sucesivos niveles y etapas, no sea algo baladí. Por el momento, y según las palabras del máximo representante ministerial, la apuesta está centrada en la pronta decantación de los estudios, o bien profesionales, o bien académicos, al estilo del modelo alemán, que no parece disgustar al gremio docente, más bien todo lo contrario. En los últimos lustros, ha sido un clamor mayoritario entre el profesorado la reiterada denuncia del escaso nivel del estudiantado que accedía al bachillerato, claudicando, por enésima vez, la función preparatoria de una etapa que antaño había brillado con luz propia, al ser el auténtico semillero de futuras vocaciones, y que hoy queda en el recuerdo nostálgico de muchos veteranos de la docencia. Por otra parte, la temprana derivación de los alumnos, conforme al rendimiento objetivo y los intereses particulares de cada uno, podrá resolver algunas anomalías que erosionan la perspectiva educativa hasta casi oscurecer el sentido mismo de la formación básica. Se ha dicho, y no sin razón, que el disruptivo, el que molesta a sus compañeros en clase, el objetor escolar, en términos pedagógicos, dejaría de serlo si se hubiera atendido a su problemática concreta con una respuesta institucional adecuada. Con el anteproyecto de la nueva normativa estatal, parece que este peliagudo asunto termina por enfrentarse, que no significa anular o invalidar los derechos que les asisten a estos individuos, sino más bien encauzarlos de tal manera que no perjudiquen u obstaculicen a los del resto. La racionalidad, algo tan importante como desusado en la casta de los dirigentes políticos, dicta que las cosas deben hacerse de otro modo, observando a los países con mayor adelanto para emular sus éxitos en lo posible, y de eso nadie duda, pero también habría que escuchar, reposada y atentamente, a los profesionales de la enseñanza, que, a buen seguro, algo tienen que decir. La reducción de las altas tasas de abandono prematuro, así como de las inaceptables cifras de fracaso escolar en la ESO, son el objetivo primordial y, para ello, hay que sumar esfuerzos y voluntades y crear, por supuesto, un ambiente propicio al trabajo individual y colectivo en el aula, saliendo al paso de las disfunciones y vicios que suelen darse en el espacio educativo. La simpleza de este mensaje espero que no impida comprender lo crucial de su argumento: que el profesor enseñe y el alumno atienda y aprenda. Ojalá nunca se hubiera perdido de vista este reparto de atribuciones. Solo deseo que este Gobierno no vuelva a caer en el error de olvidarlo o ignorarlo.

Juan Francisco Martín del Castillo

(Las Palmas de Gran Canaria)