MÁS de una vez se me pasó por la cabeza. Pero nunca lo llegué a hacer. En quince años no me atreví. Hoy sí. Hoy, como de crisis estamos hasta la trompa de Eustaquio, me decidí a contarles un cuento. En todo cuento -en este también- cualquier parecido con la realidad será mera coincidencia.

Érase una vez un pueblo. Bueno... una ciudad. En realidad era una ciudad que nunca dejó de ser pueblo. Para lo bueno y para lo malo. En los pueblos nos conocemos todos. Los iguales, los menos iguales, los más iguales y los que mearon colonia desde antes de nacer.

En aquella ciudad con alma, corazón y vida de pueblo se vivía estupendamente. Dos cosas acunaban a las demás. El clima -más que agradable durante todo el año- y la tranquilidad. Nunca pasaba nada. Casi nada la alteraba. ¡Qué gran ciudad para una siesta...! Sobre todo los fines de semana. No hay nada. No hay nadie. ¡Eoooooo! ¡Eo! ¡Eo, eo, eo...! ¿Lo escuchan? Es el eco un sábado o un domingo de cualquier semana del año. No queda ni dios. Dense una vuelta, que no es broma.

Cómo es posible que su parte más ancha dé al mar y nadie se pueda ni arrimar. El suicida romántico que eligiera el mar como despedida se vería frustrado en este lugar.

Se gastaron -si no recuerdo mal- más de catorce mil millones de pesetas en un auditorio del señor Calatrava. Es bonito. Muy bonito. Sí, señor. Los agoreros se acuerdan de la antena parabólica asomando por entre la paja del techo de la chabola y la tele en 3D de cincuenta pulgadas, sin apenas que llevarse a la boca. No es comparable, pero tiene su aquel.

¿Cuántos se han beneficiado de tan hermosa construcción tras no sé ya cuántos años abierto? ¿Varía mucho el perfil del que lo frecuenta, o casi siempre lo utilizan los mismos? Más allá de las contadas ocasiones en que sale gratis la visita, claro.

De los visitantes, ¿cuántos residen de las Ramblas para arriba y cuántos de ahí hacia abajo -sálvese Ifara y otros contados islotes-? Pues todos son santacruceros.

Otra cosa. O la misma. Hoy padecemos unas obras en toda la avenida de la frustración marítima -vamos a llamarla así- que probablemente vayan a cumplir en ese estado -de obras, quiero decir- más años que Matusalén. Y con un coste... ufff, que escribiría en el "whasap". Total, para seguir pegado al mar pero viéndolo por catalejo.

Y digo yo, ¿por qué no se ha tenido más en cuenta a los iguales, a los menos iguales o a los más y no tanto a los que miccionan colonia? ¿Entre el auditorio y esas obras de la frustración, no saldría para una playita desde el Náutico a Cabo Llanos?

Sería todo tan distinto. No tendríamos fotos de punta en blanco bajo "la cabeza de la cobra blanca", pero nos sobrarían estampas de pequeños y grandes correteando por la arena.

Esto es un cuento. La realidad es que llegan miles de turistas también los fines de semana y se esfuman de la capital porque está todo cerrado. Como la avenida de Anaga. Con tanto movimiento hace unos años y hoy "mueta", "mueta". Que no dejan ya ni aparcar. Será también culpa de los de la colonia... Joder, son poquitos..., pero mira que mandan.

O será cuestión de que reflexionemos sobre la viñeta de Ramón que aparece en este periódico y en la que uno de los dos acorbatados miopes le dice al otro: "Nos quejamos de la imagen que dan nuestros políticos, pero ¡anda que la que damos los que los hemos elegido...! Será que, como somos pueblo pueblo, nos cuestan tanto los cambios que no cambiamos ni el voto. Cuánto daño ha hecho aquello de mejor lo malo conocido.

Feliz domingo.

adebernar@yahoo.es