Cabalga la existencia entre mañanas grises de lluvias silenciosas que acarician el aire. La inminente luz del día prepara su entrada triunfal en el teatro de la vida, en la ciudad que aún duerme y que despierta a tiempos. Hace frío, sí; noviembre ya se siente llegar, esta vez de verdad, poquito a poco, con su húmedo aliento y su paisaje extraño. A diario, a lo largo del camino acostumbrado, aparecen sonrisas calculadas con milimétrica medida, y gestos otoñales envueltos en bufandas de dudosa alegría. Todo está cubierto por una alfombra interminable y frágil, por un mar de hojas secas teñidas con los tonos ocres del otoño.

Con discreción absoluta, al fondo del trayecto entra en escena la torre de piedra con su reloj de siempre; ella, la auténtica, dibuja su figura esbelta y centenaria entre nieblas y prisas. Desde lo alto, en su guarida iluminada repleta de minutos, la dama inerte divisa el beso cariñoso o de locura, el apretón de manos, el abrazo de último instante, la despedida inoportuna, el regreso prometido y hasta mi propia mirada. En este mes tardío de abrigo infinito quiero desnudar mi alma una vez más para vestir el recuerdo con palabras sencillas pero también profundas, con emociones, con nostalgias e inquietudes, con sentimientos que están a flor de piel, con sueños que algún día se harán realidad.

Los paraguas terminaron ganando esa mañana por mayoría absoluta. Noviembre, sin ningún tipo de dudas, se había puesto su corona de agua. Da pena ver los árboles dormidos con sus ramas retorcidas y sin vida mirando al cielo, como implorando naturaleza; pero es así. Ahora es el momento del año que más pienso en el azul isleño. Cosas del alma.

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