MUCHA gente de derechas de toda la vida andan alarmadas estos días por el hecho, ciertamente inusual, de que sea precisamente una alcaldesa conservadora de Madrid la que haya decidido dedicarle una calle a Santiago Carrillo. Pienso que se equivocan unos y acierta Ana Botella. Sobre Santiago Carrillo pesan los crímenes de Paracuellos del Jarama y Alcalá de Henares. Miles de personas fusiladas con nocturnidad y sin juicio, muchas de ellas por el "delito" de no tener una ideología socialista o comunista, o por ir a misa los domingos. Esa es la realidad. Como lo es que casi simultáneamente el otro bando fusilaba a miles de personas en Badajoz; ciudad en la que, literalmente, corrió la sangre por las calles.

No estoy recurriendo, sin embargo, al consabido "y tú más". Esto no vale, ante todo, porque las muertes ocasionadas en las retaguardias de ambas Españas -la nacional y la roja, según algunos, o la rebelde y la legítima según otros- fueron muy desiguales en cuanto a número. Los ajusticiados por Franco triplicaron a los crímenes cometidos por los republicanos. Una proporción que sin duda se habría dado la vuelta en el caso de que hubiesen sido estos últimos los ganadores de la contienda. Desde Núremberg sabemos que los criminales de una guerra son los que la pierden, no los que lanzan bombas atómicas ni los que abrasan a 40.000 personas en una sola noche para "minar la moral de la población civil". En los 39 años que median entre 1936 y 1975, los criminales en España fueron los rojos derrotados y cautivos. Pero estamos hablando de Santiago Carrillo.

¿Conocía este político lo que sucedía con los presos trasladados desde las cárceles madrileñas? Paul Preston lo da por ciento en su obra "El holocausto español". ¿Hubiera podido impedirlo, en el supuesto de que esa hubiese sido su intención? Lo dudo. Por mucho que fuese consejero de Orden Público de la Junta de Madrid, ¿qué podía hacer alguien con 21 años frente a los criminales que Stalin ya tenía al frente del comunismo, y aun del socialismo, español? Si estuvo o no de acuerdo con aquellas matanzas es algo que Carrillo se llevó a la tumba.

Ese es el pasado lejano de Santiago Carrillo. El pasado menos lejano hay que situarlo en la transición política tras la muerte de Franco. Un proceso que no se hubiera podido realizar sin la anuencia de los dos bandos; el de los ganadores y el de los perdedores. Una empresa imposible sin Adolfo Suárez o el Rey Juan Carlos, pero también sin hombres de Estado como Felipe González, Alfonso Guerra, Manuel Fraga y Santiago Carrillo, amén de muchos más que dejo en el tintero porque la lista sería innumerable. Fue necesaria la cooperación de los prebostes del Movimiento, cierto, al igual que la participación de socialistas, comunistas, liberales y conservadores. Unos tuvieron que aceptar a la izquierda, al "rojerío criminal y antiespañol", como habían denominado a socialistas y comunistas incluso antes de 1936, y otros a una bandera que no era la tricolor y a un jefe del Estado al que no eligen los votos sino los genes. Por supuesto que había otras alternativas; opciones que no suponían, necesariamente, un retorno al 36. Se optó por un cambio sin rupturas y las consecuencias han sido que jamás en la historia de este país ha habido un periodo tan largo libre de violencia política, si exceptuamos el "patriotismo etarra vasco" y el oportunismo secesionista de un señor catalán al que le están parando los pies no solo en Moscú, donde no le han hecho ni burla, sino en su propia coalición.

A lo que voy. Carrillo se merece una calle no solo en Madrid, sino en Gijón -su lugar de nacimiento- y en todas las ciudades españolas cuyos habitantes estén dispuestos no a olvidar la historia, porque eso supone repetirla, pero sí a superar para siempre una barbarie que difícilmente resultaba evitable, debido a los errores pretéritos, cuando se produjo el golpe del 18 de julio, pero que no nos puede seguir condicionando como país. Hasta los alemanes han superado el nazismo, que fue bastante peor que el franquismo. Una calle para Carrillo y también para Fraga; y cuando llegue el momento, para Suárez, González y todos los demás que siguen en el tintero. Entonces, ¿por qué se las quitan a Franco?, se preguntan algunos. Se las quitan, y bien quitadas, porque Franco solo fue un militar de cutre cultura cuartelera. Un oportunista que avergonzó internacionalmente a un país, a la vez que de puertas hacia dentro lo desangró intelectual y socialmente, con una dictadura prolongada de manera innecesaria durante tres décadas y media. Ni siquiera los embalses y las carreteras pueden justificar una dictadura como la suya.

Reitero que acierta Ana Botella con su decisión de homenajear permanentemente a Carrillo. Por si fuera poco, le da una sonora bofetada a la progresía ramplona que ha crecido a la sombra del PSOE de Zapatero y Rubalcaba, a cual peor. Un socialismo muy distante al de Felipe González, pues entonces el PSOE era un partido de Estado en el que no tenían cabida Chacón, Blanco y muchos más culichiches cuyo nombre prefiero omitir por una cuestión de higiene mental y política.

Bienvenida sea la calle para Carrillo si con ella se entierra de una vez el debate político-ideológico en este convulso país. Obama y Romney no discuten en sus mítines de ideologías. Hablan de paro, del trato a minorías sociales, de economía en general y de empleo en particular, de impuestos; en definitiva, exponen programas, no cuentan batallas de memoria histórica. Obama ni siquiera se refiere al delictivo trato que sufrieron las personas de su raza en Estados Unidos hasta hace muy pocos años. Eso está en la historia; una historia, lo repito, que conviene no olvidar, aunque tampoco resulta sano recordarla a cada minuto. La función de la memoria es evitar que tropecemos en la misma piedra, no inmovilizarnos en el presente y en el futuro. Tal vez por esa capacidad para el día a día de sus gobernantes, Estados Unidos tiene un 7,9 por ciento de desempleo y España más del 25.

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