HACE algo más de un mes un catalán residente en Madrid, aunque viaja a Barcelona casi todas las semanas, me adelantó más o menos lo que ha ocurrido este domingo en Cataluña. "La corrupción de CiU le pasará factura a Artur Mas", insistió. "Cataluña no es ahora más independentista que hace un siglo, ni posiblemente lo será más dentro de un siglo. El independentismo catalán es un arma para amagar a Madrid. Una forma de conseguir dinero y poder para administrarlo, pero solo eso. Todos los catalanes, salvo la juventud a la que es fácil exaltarla porque la sangre joven hierve inclusive a baja temperatura, sabemos que nos iría mucho peor fuera de España".

La pela es la pela y el euro el euro. Esto no me lo dijo el apreciado catalán; lo digo yo, si bien omití comentarlo en su presencia para no herir susceptibilidades. O tal vez no, porque ahora que lo pienso no creo que a los catalanes les preocupe mucho que los tilden de peseteros. Es lo que siempre han sido y no les ha ido del todo mal. Por lo demás, nadie se ha hecho rico despilfarrando sino todo lo contrario.

Explicado de otra forma, hay una senda más o menos estrecha o más o menos amplia, según se mire, por la cual los catalanes les permiten caminar a sus gobernantes. A un lado de esa vereda está el independentismo absoluto. Al otro, la unión con España sin condiciones. En medio tiene cabida esa conducta ambigua consistente en la amenaza de irse pero sin dar jamás el portazo y también, como es lógico, sin expresar jamás un amor incondicional hacia una madre patria que en absoluto es España, pero tampoco Cataluña. Si Mas, o cualquiera, se sale de este camino por el lado de España, lo pasa mal en las urnas. Y si descarrila por el margen de la Cataluña soberana, también; lo sucedido el domingo confirma la teoría. Algo, por lo demás, aplicable punto por punto a Canarias. No en vano ese doble juego ha sido consustancial en todos los presidentes nacionalistas de esta comunidad autónoma, desde Manuel Hermoso hasta Paulino Rivero. Adán Martín fue el que mejor supo disimularlo, pero también se le notaba.

Hay, sin embargo, un muro infranqueable en esa senda permisible. Un obstáculo que ningún político catalán puede salvar ni siquiera desviándose peligrosamente por un arcén o por el otro: la corrupción. Hay muchos artículos del Código Penal que tipifican delitos relacionados con esta forma de proceder. Un aspecto en el que no entro porque no soy quien para ello. A lo que me refiero, al igual que mi amigo catalán, es a ese otro tipo de corrupción que va más allá de las leyes para caer de lleno en la inmoralidad. Puede ser muy legal que Arturo Mas y su esposa se alojen en uno de los mejores hoteles moscovitas al módico precio de 1.600 euros la dormida (y fueron dos noches) en plena campaña electoral, pero para un catalán medio estamos ante una inmoralidad más punible que si hubiera conculcado una ley. Y eso no se lo han perdonado, de la misma forma que tampoco consideran baladí su famosa cuenta en el extranjero, por no hablar de los negocios multimillonarios de los Pujol en México. Máxime cuando en Cataluña, al igual que en toda España, los recortes salariales están poniendo a la población común y currante a ras del suelo.

Dicho de una última manera para una comprensión más general: un canario puede pasar por alto que Curbelo quintuplique su patrimonio inmobiliario en apenas 14 años, un andaluz el escándalo de los expedientes reguladores de los consejeros de Griñán y un valenciano que a Camps le regalen sastrerías enteras, pero un catalán no. Ni un catalán, ni un francés, un alemán, un inglés o un gringo, acaso porque esa intolerancia a la corrupción es lo que diferencia a una ciudadanía auténticamente democrática de otra esencialmente borreguil y, por lo tanto, alimentada en el pesebre del erario.

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