Me sorprenden algunos amigos, gente con cierta preparación intelectual, que hablan del ordenador como de un monstruo del averno -si es que existe-, capaz de arrastrar al mundo del mal a todo ser viviente. Para empezar, visto lo visto, no sabemos ya qué separa al bien del mal, pero ellos siguen adelante -como caballeros cruzados o como representantes de la Santa Inquisición-, dispuestos en mor de salvar a la humanidad a negar todo avance de las llamadas nuevas tecnologías, o lo que es lo mismo, a quemar cualquier PC que pillen, o a matar -si fuera necesario- por destruir eso tan peligroso que alberga un mundo de incitación al pecado en cada tecla. De nada sirven los argumentos del desarrollo de la mente, el abundar en el conocimiento de las cosas o de las posibilidades de comunicación con cualquier lugar remoto del planeta, de nada, pues ellos siguen viendo a un conjurador de lectores, algo mentalmente poco higiénico. Se escucha en la cola del supermercado, en el bar de la esquina, en la asociación de vecinos y hasta en el colegio de los hijos. Suelen ser personas de avanzada edad o jóvenes que temen a lo desconocido. Si nombran las redes sociales como Twitter o Facebook, no se limitan a dar su opinión personal y razonada, no, van más allá y cuentan que si el marido dejó a la mujer porque se lió con uno que le escribía, que si el hijo de no sé quién se metió en una secta con esto de la internet, y hasta el propio yerno del Rey, el Urdangarín, hizo no sé qué negocios a través de esto de los ordenadores. Como digo, se extrañan estos amigos, o lo que es lo mismo, no quieren ver que a lo largo de estos últimos y tormentosos años siempre hubo ciscos semejantes. El matrimonio que se rompe se rompe. El hijo que entra en una secta entra. Y el que ha querido evadir capital de España, lo ha hecho, pues antes del ordenador han estado el teléfono y el correo, cada uno con sus momentos de gloria. No nos podemos negar en esta España prepotente y ladrillera al avance en el conocimiento, a que la incultura en materia de las nuevas redes de comunicación nos permita saber qué se piensa en el mundo de nuestra casta política, de nuestra economía, del nivel de la investigación que se practica o el estar al tanto de los adelantos que se producen en otros países. Bastante tenemos con un alumnado que, con informe Pisa o sin él, es analfabeto en diecisiete libros de texto y cuatro idiomas distintos, eso sin contar el bable asturiano y la fabla aragonesa. Internet, las redes sociales y la obligada simplificación de muchos de sus mensajes se caracterizan por la potente difusión y el acceso indiscriminado. Cualquier mensaje puesto ahí puede multiplicarse millones de veces con extrema rapidez. Además, todo usuario, desde la lúcida mente científica hasta el cretino más tarado que imaginar podamos, tiene a mano una fórmula para expresar su opinión bajo nombre real o fingido, con la simplicidad de darle a una tecla y la impunidad opcional del anonimato. Nada que deba asustarnos, pues antes mandaba cualquier analfabeto o alguien con sed de venganza un anónimo a tu casa y no pasaba nada. Estoy a favor de las nuevas tecnologías, totalmente, pero creo que su espada de Damocles es la superficialidad, pues una de sus características es que ahí todos opinan, basándose en frases leídas al azar, fuera de contexto, o en mensajes mil veces rebotados y que se deforman y desnaturalizan por el camino. Mensajes sobre la amistad, el rencor, la naturaleza, una ideología... que, por simple estupidez, repiten unos tras leer donde otros, lo que, a su vez, estos aseguran que alguien dijo. Al final, es el mismo mensaje el que te llega trescientas veces al cabo de una semana. De tal modo que una maraña de información insustancial, hecha de comentarios repetidos, te llena el móvil de mensajes, el correo electrónico, la cuenta de la red social... suplantando el hecho real de la soledad, la que nos obliga muchas veces a refugiarnos tras el teclado de un ordenador para creer que tenemos amigos. Una etiqueta que en las redes sociales es fácil de colocar, pues cuando necesitas un abrazo de verdad te preguntas dónde están esos dos mil contactos, dónde ese calor humano, dónde esa emoción compartida, dónde esa mano dispuesta a calmar tu angustia. Dónde. Al final van a tener razón estos amigos reticentes al uso del ordenador, mejor nos iría hablando y compartiendo emociones con los de siempre. Con los de carne y hueso que no quieren ser virtuales.