Los artistas líricos, aunque disfrutan de su profesión, son por lo general bastante sufridores, pues la carrera les lleva de un lado a otro, sin oportunidad de echar raíces, o conocer las ciudades en las que trabajan, y apenas van del hotel al teatro y paran para comer. Entendiendo esta particularidad, durante años y de motu propio, he intentando hacerles más llevadera la estancia, mostrándoles, en sus ratos libres, la belleza y el encanto de nuestra isla. La Cruz del Carmen, Pico del Inglés, el Sauzal, las Cañadas y el Teide, mucho norte y algo de sur, han sido las paradas habituales en las excursiones. De alguna manera he contribuido a que estas personas volvieran de vacaciones con sus familias, y no cabe duda que una persona agradecida, es el mayor reclamo turístico para la Isla. Este es el caso de hoy que tiene por protagonista a uno de los grandes barítonos entre la década de los 60 y los 90 del siglo pasado.

Matteo Manuguerra, de origen francés, nacido en Túnez y emigrado a Argentina, comenzó a estudiar canto en el Conservatorio de Música de Buenos Aires con el profesor Umberto Landi, a una edad muy tardía, 35 años tenía. Hizo su debut con un Réquiem de Mozart y en 1961 regresó a Francia, instalándose en Lyon para continuar su preparación. En muy poco tiempo recorrió las principales ciudades de su país y los más importantes teatros, recalando en la renombrada Ópera de París, donde se consagró. Trabajo entonces en Europa, y posteriormente dio el salto a América, triunfando apoteósicamente en el Metropolitano y otras ciudades estadounidenses, Chicago, Dallas, San Francisco, Seattle...

Barítono de voz suave, pastosa, pero con gran flexibilidad, se convirtió en un gran intérprete verdiano. Cantó y grabó a la lado de los principales tenores de la época, Corelli, Bergonzi, Lima, Domingo, Pavarotti, Kraus... y desarrolló repertorio de Verdi, Puccinni, Donizetti, ó Bellinni, al lado de los más afamados directores y en los principales teatros del mundo. Era simpático, algo guasón, campechano y muy cercano. Poliglota, hablaba con facilidad varios idiomas, y tenía un acento muy particular por su estancia en Argentina, español afrancesado. Estuvo en las Islas en varias ocasiones, en Tenerife tres o cuatro veces. En una de ellas, durante un ensayo por la mañana en el Guimerá, me acerqué a saludar a la compañía, primero a las señoras, y después me topé con el tenor José Sempere, entonces escuché de fondo una voz enorme que gritando me dijo: ¡Aquí se saluda a todo el mundo menos al calvo de Matteo! Entre las risas de la gente le di un gran abrazo.

En otra ocasión vino de vacaciones al Puerto de la Cruz con un grupo de familiares y amigos. Se personó en mi empresa a saludarme, y me ofrecí a llevarlo de paseo por algunos de mis rincones favoritos. Conoció la Cruz del Carmen y el Pico del Inglés, y picamos en casa "Domingo" unas sabrosas garbanzas con l/2 jarra de vino. Seguimos de excursión a La Orotava, y era en fechas cercanas al Corpus, por lo que se quedó maravillado del trabajo de los artesanos en la gran alfombra central de la plaza del ayuntamiento. Comimos en Las Merejas y continuamos ruta hasta Icod. De regreso al atardecer paramos en el Puerto de la Cruz, y lo llevé al Café de Paris, donde nos tomamos unas copas, y se despidió agradecido y feliz por el buen rato que pasamos.

Era todo un personaje. En una Tosca que cantó en Las Palmas, interpretando el segundo acto, en el que un Scarpia enfervorizado cae muerto de una puñalada de la soprano, se le desprendió la peluca. Al bajar el telón, se quedó por fuera, y el sacó la mano despacito por debajo del cortinaje y la arrastró para dentro. En los saludos, salió a escena zarandeando la peluca con la mano, revelando su calva, y demostrando sus tablas en el escenario.

Falleció repentinamente de un ataque cardiaco en Montpelier en 1998, con 74 años, y aún en activo. Fue un buen amigo, sincero y trabajador. Su seguridad era una garantía en cualquier representación. La vida le dio muchas cosas buenas, y espero que una de ellas fuera conocer nuestra tierra.

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