Con el inicio de la procesión de la burrita, desde la parroquia de San José en el barrio del Toscal, que conmemoraba la entrada de Jesús en Jerusalén, la ciudad daba y sigue dando culto a la celebración de los ritos de la Semana Santa. Procesión en la que la memoria me recuerda como un infante partícipe, portando una palmita previamente desgreñada con un tenedor y con un lazo azul como único adorno. Por aquellos años, que yo recuerde, aún no se estilaba la costumbre peninsular de tejer con sus hojas complicadas figuras alusivas a los signos de la liturgia. Esa modalidad llegó más tarde, con la consiguiente comercialización y venta de estas en función de su trabajo artesanal, ya que el hecho de portar una palma de las más ostentosas equivalía a mostrar el poder adquisitivo de su familia y su estatus social. Algo muy lejos del mensaje de humildad y recogimiento exigible en una efeméride de la pasión y muerte del hijo de Dios. Pero la condición humana es así y no tiene remedio, pues aunque muchos celebran estos actos religiosos con auténtico fervor creyente, otros tantos los aprovechan para hacer protagonismo estéril ante los ojos de sus conciudadanos. Incluso hasta creo recordar alguna llamada de atención del actual obispo a parte de una conocida esclavitud, más interesada en sus guerras intestinas por la banalidad de un poder efímero, que por el ejercicio de subordinación a la imagen que dicen venerar. Tampoco es de recibo vislumbrar entre la multitud de partícipes que preceden o suceden a los pasos procesionales, y al margen de las autoridades representativas, a toda una hoguera de vanidades que incita a que el habitual espectador, chamuscado por tanta parafernalia, decida emigrar con su familia durante las festividades a otros lugares, en función de su peculio, para practicar con más intensidad esa interrelación afectiva que en circunstancias normales no pueden o no tienen tiempo de hacerlo. Por lo tanto y sin ánimo de escandalizar con mi opinión, estimo que tanto los creyentes practicantes o no, y los que no profesan ningún credo, deberán aprovechar esta pausa tradicional para desfragmentar primero y reordenar después las actitudes de la conciencia consigo mismo y con los que nos rodean, incluyendo una porción de solidaridad con los más necesitados en función de las disponibilidades propias. De ahí que el Jueves Santo se denomine también como "Día del amor fraterno".

Pero no es esta efeméride religiosa la que relaciono con el título de este comentario, sino que cuando me refiero al Jueves Negro estoy citando al "crack" que precedió a la caída de la Bolsa de Nueva York en 1929 y que se prolongó hasta 1934, año en que se pudo al fin percibir los primeros brotes verdes. Llevando en la actualidad casi el mismo tiempo de recesión económica, no vemos sin embargo la deseada luz al final del túnel de los despropósitos contra esta sociedad actual, afectada por las directrices económicas espartanas contra la clase media -los pobres, lamentablemente, ya no computan- y la liviandad política cómplice en favor de los responsables financieros culpables de la crisis. Rostros con nombres y apellidos que, para mayor escarnio colectivo, han sido generosamente indemnizados por sus vergonzosas actuaciones al frente de las entidades públicas o privadas que han derivado en la fusión obligada y en la confusión generalizada, y en la que Canarias, con seis siglos de subordinación por derecho de conquista, se siente doblemente perjudicada ante el evidente desequilibrio presupuestario interregional y las decisiones ejecutivas de un Gobierno centralista que ejerce el control absoluto sobre otro "sucursalista", llamado así mismo nacionalista, y que en estos días debatía sobre el "estado de la nacionalidad" y con un fracasado pacto por Canarias entre asociados y la oposición popular. Un intento de alianza en la que poco importan los lacerantes problemas de estas islas, cuando lo único que prevalece es la permanencia o la mayor adquisición de cuota de poder. Si no, que se lo digan al vernáculo y a la pandilla de corifeos que le bailan el agua, y al coro de voceros subvencionados -y hasta galardonados- que se relamen de gusto ante el nuevo maná de la publicidad gubernamental que les viene encima. Y todo por el deseo de penalizar a quién no comulga sus postulados, por muchos barraganes o barraganas que lo desmientan. Día del amor fraterno, ¡anda ya!