Un día de estos me da el infarto seguro, o me vuelvo diabética -que antecedentes tengo-, ante mi incapacidad para soportar los momentos que vive este país. Pones la radio o enciendes el televisor y te encuentras con unos programas de entretenimiento en los que se disecciona a todo personaje y personajillo viviente, con una cantidad de mala baba que sorprende, con unos gritos más propios de un patio de vecinos de la postguerra que de titulados universitarios en periodismo, Ciencias de la Información y afines, justificados en su empeño de sentar cátedra sobre si la cópula se produjo el martes o el jueves por la noche.

Tras la pausa publicitaria y para remediar el desaguisado, dedican unos minutos a la tertulia del día. Los invitados, sentados en torno a una mesa -se repiten rostros-, son lo que yo llamo apagafuegos o soplacirios de la política, el sindicalismo, la cultura, el feminismo, la economía o el derecho. Gente que tiene la certeza que con demagogia conseguiremos una España, un mundo y un universo mejor y más justo. ¡Ingenuos! Los tertulianos se dividen por lo general en dos grupos, los que están a favor del grupo en el gobierno y los que están en contra, y durante algunos minutos dicen algunas sandeces que hacen vociferar a los contrarios. Todo un espectáculo. Los que gobernaron dicen que los que están lo hacen mal, sin explicar el porqué no lo hicieron ellos cuando estaban. Los que gobiernan, que heredaron el resultado de la mala praxis de los otros, total y como decía mi abuela, "la muerte siempre tiene disculpas".

Esta lucha, este griterío, esta serie de improperios en los que no se respetan ni las instituciones, puede que esté bien para los jóvenes, cuya obligación antropológica, por edad y hormonas, es batirse en defensa de todo eso y de algunas cosas más. En tales lides se desbravan, derrochan energía y, si sobreviven a ello, con la realidad golpeándoles en el rostro, al final terminan madurando, camino de la serenidad, la experiencia y el razonable respeto a uno mismo, a lo que fuimos, somos y acabaremos siendo. Ese es el peaje de vivir. Por eso se me acelera el pulso ante el discurso de tanto simple, de tanto cantamañanas entrado ya en experiencia y años, que lo mismo lo encuentras en un telediario, en un titular de prensa o en el más serio de los programas de radio, con simplezas propias de colega de bachillerato dichas en tono de sentencia. Su discurso es tan mediocre que nos lleva a la inevitable conclusión de que estamos rodeados de una legión de embusteros y sinvergüenzas que han hecho de cualquier ideología un rentable medio de vida, o de unos memos que aún se creen que pueden cambiar el final del cuento de la lechera.

El mundo -el occidental, al menos- apunta al cantamañanismo como espíritu universal. Eso, con la que está cayendo, tal vez provenga de que los resortes que mueven la vida y la sociedad están en poder de caballos troyanos: perfectos en apariencia, pero llenos de una corte en la que abundan más los prevaricadores, embusteros, aprovechados y vagos que la gente de palabra. Hasta no hace mucho, teníamos el consuelo de saber que, en el fondo, nadie se creía de verdad lo que circulaba por los mentideros, pero el problema es que ahora ya no es así, el hambre -como dice el refrán- despierta al lerdo, y todos hemos empezado a tomarnos el asunto muy en serio y a actuar en consecuencia. Pero el principal peligro para remendar la situación se llama ser humano, sobre todo cuando nos empeñamos en creer que los valores que predicamos en nuestras casas, los que otros nos contaron en sus discursos políticos, en las tertulias de la radio y la televisión eran los mismos para todos.