Durante meses, mientras iba a las tutorías de grado en Madrid, pasaba por la carrera de San Jerónimo y me gustaba contemplar el edificio de las Cortes, donde hombres y mujeres ejercen de salvadores de la patria con el noble oficio de ser diputados del Congreso. Más de una vez me detuve en la acera de enfrente a esperar su salida, alertada por la masiva presencia de coches oficiales con sus conductores y escoltas, con periodistas aguardando para preguntarles por su valoración de las palabras del presidente. De pronto, rompiendo la espera, aparecía un tropel de individuos de ambos sexos, coloristas ellas y encorbatados ellos, con cara de haber tenido una larga jornada: hablando o chateando con el móvil, dormitando en la bancada, haciendo bromas, o trabajando por todos nosotros, que siempre hay honrosas excepciones. Su aire era siempre de gravedad, de darse importancia, muy seguros de su papel en los destinos de España. Algunos tenían un aire de arrogancia y de ir sobrados, como estrellas rutilantes de la televisión, con trajes a medida, zapatos caros y los ademanes propios de los nuevos ricos. Entre ellos, algunos advenedizos que se creían distintos a los comunes mortales de este país. Diputados, nada menos, aunque no tuvieran ni el bachillerato ni hubieran trabajado en su vida. Desconociendo lo que es madrugar para fichar a las ocho de la mañana, o buscar un trabajo fuera de la protección del partido político al que se afiliaron, sin miedo a la cola del paro, careciendo de escrúpulos y vergüenza.

Y cuando me cruzaba con ese desfile, con ese espectáculo, llegaba a sentir un cierto desagrado; un malestar íntimo, una mezcla de indignación y desprecio. No era un acto reflexivo, sino visceral. Desprovisto de razón. Una especie de cólera interior. Sé que esto es excesivo. Que siempre hay justos en el hemiciclo. Gente honrada. Políticos decentes cuya existencia es necesaria. No digo que no. Pero hablo hoy de sentimientos, no de razones. De impulsos. Yo no elijo cómo me siento, es un toque de sinrazón que me golpea en el pecho. Y es que algo debe de ocurrir cuando a un ciudadano de 50 años y en y perfecto uso de sus facultades mentales, con la cultura adecuada, inteligencia media y conocimiento amplio y razonable del mundo, se suma a la cola del paro y piensa en el desfile de ilustres de la Carrera de San Jerónimo, sintiendo como la náusea y la cólera se vuelven intensas. Y lo de los jóvenes ya es otro cantar.

Esto me preocupa, por supuesto, y me pregunto qué está pasando. Hasta qué punto los años, la vida que llevé en otro tiempo, los libros que he leído y el panorama actual me hacen ver las cosas de modo tan siniestro, agresivo y pesimista. Por qué al ser un parado de larga duración crees ver sólo vividores, pese a saber que entre ellos hay gente perfectamente honorable. ¿Por qué, de admirar y respetar a quienes ocuparon esos mismos escaños hace veinte o treinta años he pasado a despreciar de este modo a sus mediocres sucesores? ¿Por qué unas cuantas docenas de analfabetos irresponsables y pagados de sí mismos, sin distinción de partido ni ideología, han contribuido a amargarnos el día, el país y la vida?

Quizá porque no los conozco, concluyo. No hablo de uno por uno - que los hay honestos cumplidores y honrados-, sino de la tropa en general. Los he visto -a algunos- durante años, aquí y afuera, hablando de la cruz del cargo, aunque el tiempo ha demostrado que en realidad era temor a los callejones sin salida de sus irresponsabilidades, sus corruptelas y sus ambiciones.

Algún día, si tengo la cabeza lo bastante fría y me atrevo, les detallaré a ustedes cómo se lo montan. Cómo y dónde comen en Madrid y a costa de quién. Cómo se reparten las dietas, los privilegios y los coches oficiales.