1.- Un compañero me dice que hago bien escribiendo gilipolladas. Lo dice porque él cree que no vale la pena mojarse por nadie ni por nada en este país de mil convulsiones. Le voy a tener que dar la razón porque cada día me entero de más cosas que no me gustan, atribuidas a personas a las que he defendido creyendo en su honestidad. No doy nombres concretos, no vale la pena. Los guardo para mí. Siempre he apoyado causas que creía justas y lo he hecho a tope, sin reservas y creyendo a pie juntillas en que los defendidos hacían las cosas bien. Posteriores acontecimientos me convierten en un ingenuo, que ha empeñado su prestigio convenciendo a los demás de que los sinvergüenzas no lo eran. Esta disquisición metafísica, escrita a las doce y pico de la madrugada del domingo, la tengo que asimilar, cosa realmente difícil. Ahora, como la gente lo está pasando mal, empiezan a salir a mi luz ciertos acontecimientos que eran ignorados por completo por quien le escribe. Ustedes dirán que mi desencanto adquiere una condición demasiado críptica, pero me da igual. Aquí tengo libertad para escribir de lo que quiera, así que los mantendré a ustedes en las nubes. Y no hagan quinielas, porque a lo mejor aciertan.

Luego, evidentemente, cuando llego al final de mi vida profesional, me dedico a escribir gilipolladas, con cierto éxito, si hago caso a los datos de acceso a la Internet, ofrecidos por este mismo periódico en su edición digital, al lado de cada artículo de opinión. Aunque he de reconocer que en ocasiones la máquina contadora se dispara y un voto vale diez, pero son las menos. El periodismo de trinchera sería ridículo a estas alturas. Tengo un montón de cartas, que no me apetece contestar, aunque probablemente responderé unas cuantas, que me aplauden y me atacan. Muchos más me aplauden, es verdad. Los lectores son muy inteligentes y las cazan al vuelo, al menos muchos de ellos. Y en mi caso hacen un seguimiento bestial de lo que escribo. Si repito una anécdota de hace diez años, y cambio algún matiz, lo recuerdan y me lo recriminan. Es fantástico.

Había un prestigioso médico en Santa Cruz, cuyo nombre omito porque la cosa no va hoy de negritas, al que invitaban a todas partes y él se negaba siempre. Y cuando le preguntaban: "Don Fulano, ¿y cómo es que usted se niega a ir a todos los actos?". Él respondía: "Mire usted, pues porque yo lo que quiero es que no me duela la pierna". Esta anécdota la uso yo siempre y la aplico ahora, cuando me invitan a presentaciones de libros, a exposiciones, a cenas y a actos multitudinarios y me niego; y me preguntan el porqué. Siempre respondo, imitando al viejo galeno: "Mire, pues porque yo lo que quiero es que no me duela la pierna".

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