Nos lo contaban los mayores y pensábamos que eran batallitas de otros tiempos; creímos que los relatos estaban aderezados de nostalgia e incluso exagerados al máximo por su deseo de ser los protagonistas de la tarde, pero nos equivocamos. Nuestros abuelos y nuestros padres vivieron en primera persona la existencia de las cartillas de racionamiento, o lo que es lo mismo, el hambre de una posguerra en la que cualquier cosa servía de alimento y la historia comienza a repetirse.

Siempre ha habido pobres, gente que se acercaba por los comedores sociales y por las iglesias, buscando sobrevivir. Muchos de ellos por enfermedad, por ser unos excluidos sociales, por perder las ganas de luchar ante la vida... Cáritas y los clubes de beneficencia -donde los más ricos llevaban todo lo que ya no les servía- hacían el resto. Hoy, ni unos ni otros dan abasto a la demanda y ya se barajan cifras preocupantes de parados y familias sin recursos, de porcentajes de hambre y de niños que comerán en los colegios, paradójicamente en el mismo lugar donde reciben formación, obligados por la ineptitud y falta de estudios de muchos que debieron ir a las mismas aulas a prepararse antes de ser gobernantes de este país. Un problema que, independientemente de las siglas políticas, es en gran medida el causante de la crisis que nos azota, del fantasma del hambre que abandona la noche para mostrarse sin tapujos a la luz del día.

Yo no conocí las cartillas de racionamiento, pero sí que tomé los batidos de fresa y vainilla que mandaban a los colegios -públicos y privados- para aumentar la ingesta de leche de los estudiantes. Venían en un camión de reparto a la hora marcada para el recreo en el colegio de San Antonio, cuyo acceso era de tierra y estaba lleno de hoyos; unos los dejaba la lluvia, otros el correr de las aguas y los más los hacían los chicos para jugar a los boliches. Cuando las ruedas subían los montículos de tierra y caían en uno de los hoyos, se escuchaba el tintineo de las botellas de cristal en las cestas metálicas.

Las descargaban en una terraza pequeña con dos puertas, la de acceso a la casa de Anita Herrera -la dueña del inmueble- y la de entrada al colegio, lo que originó alguna protesta por parte de la propietaria, que siempre formó parte de nuestra de vidas. Tenía un carácter serio y no le gustaba que estropeáramos el jardín, cruzaba el patio para llevarle el millo a las gallinas, fregaba con manguera y cepillo los patios, pero sobre todo le molestaban nuestros gritos, canciones y juegos. Era la dueña de la propiedad, pero creo que nunca entendió lo que era alquilar una parte, y mucho menos para un colegio. Su voz cansada y pobre de matices se hacía ininteligible cuando con el rostro enrojecido por la ira nos amonestaba; los pelos de su barba y una verruga hacían el resto. Le teníamos miedo y respeto a la casera. Y siempre que las cestas quedaban mal colocadas tenía la necesidad de entrar o salir de sus predios, algo que hacía hablando entre dientes, refunfuñando, pero nosotros a lo nuestro. Nos lo comíamos todo, las galletas con mantequilla que nos daban en casa, los bocadillos de queso amarillo que nos hacía doña Pino, la del bar "El Canario", y los batidos que nos enviaban para contribuir a la noble causa de alimentarnos bien.

Hoy la historia, tristemente, se repite, por eso me pregunto si volverán las cartillas de racionamiento, pero, sobre todo, si alcanzarán -a tenor de las estadísticas- para todos, generando un grado de insatisfacción tal que se palpa una agresividad desmedida en el ambiente, tal vez porque a las nuevas generaciones no le hemos hablado de Epicuro y de su pensamiento: "el que no considera lo que tiene como la riqueza más grande es desdichado, aunque sea el dueño del mundo".