En esta vida todo evoluciona, normalmente, en beneficio de la sociedad, de tal manera que lo que antaño nos parecía perfecto con el transcurso de los años queda anticuado y caduco. Lo sensato, en estos casos, es tomar y valorar las experiencias vividas -y sufridas también- corrigiendo los errores o los fallos hallados y tratar de introducir las mejoras que redunden en un mejor servicio y calidad que beneficien a los ciudadanos.

En esta evolución cíclica, sin lugar a dudas son el hombre y la mujer quienes más han desarrollado los cambios, unas veces positivamente, aunque otras todo lo contrario. Y aquí es donde entran los jóvenes, principales protagonistas de la transformación generacional. Así es. Los jóvenes de hoy son de mentalidad "digital", no "analógica". Su memoria, sus inquietudes, su forma de percibir, de asociar la información, de atender, son completamente distintas a la de los chicos/as de hace varias décadas. El sentido de la autoridad, de libertad personal, de perspectivas vitales, de inmediatez de logros, etc. hacen que esta juventud actual parezca de otro mundo en relación con los de su edad de hace 40 años. Sin embargo, esa amplitud de cualidades, de medios a su alcance, de facilidad para acceder a la información, al intercambio de opiniones, conocimientos, etc., en el aspecto educativo, paradójicamente, poco o nada ha evolucionado, antes bien, ha empeorado.

Efectivamente. Dada la evidencia actual en la que vivimos, no parece muy acertado afirmar, como hacen algunos políticos, que la generación actual es la mejor preparada de todos los tiempos. Es indudable que hoy, debido a los avances tecnológicos a los que ya me he referido, los jóvenes tienen más oportunidades de acceder al mundo de la información, y por ende, a la formación, pero tal vez sea por la educación que esos chicos/as reciben de sus padres: tolerancia, complacencia, conformismo, hedonismo, ausencia casi de valores, etc., no saben sacar rendimiento a todos los medios técnicos que la sociedad pone a su disposición. Son jóvenes que no se esfuerzan, no se sacrifican lo suficiente, no valoran lo que tienen, porque desconocen lo que cuesta conseguirlo. En cambio, a las generaciones pasadas no les estaba permitida tanta tolerancia y tanta blandenguería, ni por parte de sus padres ni de sus profesores.

Baso mi criterio en que actualmente ninguna universidad española figura entre las 200 mejores del mundo; los informes PISA, colocan a la enseñanza secundaria española a la cola de los países de la OCDE; incluso, el reciente informe de la IEA (International Asociation for the Evaluation of Educational Achievement), para alumnos de Enseñanza Primaria, es desolador. En Lectura, los niños españoles figuran en el puesto 31 de 33 países evaluados; en Matemáticas se hallan en el 33 de 33; en Ciencias se encuentran en el puesto 30 de 33. ¿A qué o a quién se debe tal fracaso en la enseñanza?

En las escuelas, en los institutos y hasta en las universidades no se puede educar sin autoridad. Y la autoridad supone disciplina. Si queremos tener buenos centros de enseñanza es preciso recuperar la autoridad y premiar el esfuerzo, pero, como lo que no cuesta algo no se valora, hay una retribución que debe exigirse a todo alumno, cualquiera que sea la etapa educativa que curse, como es: espíritu de superación, esfuerzo, actitud, dedicación, etc. Educar no es, simplemente, transmitir conocimientos, es formar, modelar a la persona. Tanto los docentes como los alumnos deben aspirar a la excelencia.

¿Qué fuerza moral tienen aquellos docentes que organizan manifestaciones por la obligación que les han impuesto de aumentar en dos las horas lectivas y, con total incoherencia, no se movilizan por los resultados del informe PISA en su aula?