A mi querido amigo Humberto Hernández le prometí la pasada semana que hoy hablaría solo de sus diccionarios, de los que tuvo la gentileza de enviarme recientemente. Pero no puedo cumplir mi promesa, amigo Humberto, porque el hombre propone y Dios dispone, y porque lo primero es lo primero, y porque cuando hay marea, golpe a la lapa, y porque no se pueden dejar las cosas a medias y porque... Así que, sintiéndolo mucho, voy a seguir con el prólogo de don Gabriel García Márquez, donde me quedan algunos detalles que comentaré contigo. Y es que don Gabriel me ha dicho cosas que me interesan mucho por este o aquel motivo. Luego, con tu permiso, entraré en tus diccionarios. En los de la Academia Canaria de la Lengua, quiero decir.

El señor García Márquez escribe: "Se había escapado de clase para ir a tirar tiros". Me ha recordado mi infancia. También yo hablaba así. "Tirar tiros". Luego, cuando habla el escritor del significado de la voz amarillo y un diccionario le dice que es el color del limón, don Gabriel afirma que eso será en Europa, pero que en América el limón es verde. Lo dice con otras palabras, pero tanto monta. Y vuelvo a mi niñez, amigo Humberto, queriendo o sin querer. Lo que escribe luego del color amarillo en relación con los versos de García Lorca no lo comento porque tú lo sabes perfectamente. Mucho mejor que yo.

Ahora bien: yo no sabía que hubiera café con sabor a ventana, ni pan con sabor a baúl, ni arroz con sabor a solapa, ni sopa que tuviera sabor a máquina de coser. Pero me llenó don Gabriel el alma de poesía cuando escribió estas palabras: "En un ardiente verano de Roma tomé un helado que no me dejó la menor duda: sabía a Mozart". Podría seguir, amigo, con la prosa poética de don Gabriel; pero quiero aprovechar los renglones que me restan en este espacio que se me concede para decirte que en tu diccionario "Clave" me encontré, sin comerlo ni beberlo, con la voz anofeles. Fue la primera palabra que leí y me cogí un cabreo. (Reconozco que la palabra cabreo no es muy fina, pero me salió así y la dejo). Toda mi vida he escrito y dicho la palabra anófeles, con fuerza en la o porque se consideraba entonces como palabra esdrújula. Incluso creo recordar que don Benigno Baratech Montes, autor de mi libro de Ciencias Naturales de tercero de Bachillerato, escribía también anófeles. Pero te digo más. En el diccionario se asegura que es una palabra de género ambiguo y yo no dudo de que la Academia la considere como tal. Pero no olvidemos una cosa: el macho de tal insecto es, el pobrecito, inofensivo, pero la hembra, la muy ladina, como te pique, te transmite inmediatamente la malaria. O el paludismo o el no sé qué. Así que si es la hembra la que manda, el género debe ser femenino. Será cuestión de peguntarle a doña Bibiana Aído. Pero yo no me atrevo. Ese encargo te lo dejo a ti.

Me estoy temiendo una cosa, amigo Humberto: si este artículo lo leyera alguno de tus alumnos de la Escuela de Periodismo, diría que estoy loco. Y no lo estoy. Lo que ocurre es que me resulta muy difícil decir anofeles en lugar de anófeles, después de haberlo dicho así toda la vida. Ya sé que tú no tienes la culpa. Son cosas de la Academia, pero ni don Manuel Seco ni don Arturo Pérez Reverte, que son académicos, suelen hacerle mucho caso a la Docta Casa. Claro que yo no me parezco en nada a estos señores. Ellos sí pueden permitirse tales lujos. Yo, encerradito en Garachico, apenas hablo de la Academia porque casi me da miedo. Menos mal que alguna vez me desahogo contigo, con Juan Manuel García-Ramos, con Andrés Chaves, a quienes suelo llamar de vez en cuando para darles la lata. Otro día hablaremos del diccionario de antónimos y sinónimos.

Amén.