El tramo que va desde el puente hasta la "punta de la carretera", donde tenia la tienda Nicolás Pérez, por un lado y por otro, la casa y el negocio de exportación de quesos de Ramón Gutiérrez era lo que conocíamos como "la calle" a la que se denomina Doctor Quintero Magdaleno, médico que fue de La Laguna y prócer distinguido de la isla.

En ese espacio de territorio se desandaba prácticamente la vida de la villa, unas veces era el paseo -sobre todo, los domingos por la tarde y los días de correo, lunes y viernes- y otras era el ajetreo del comercio y del papeleo de las administraciones locales e insular.

Los comercios eran pujantes. Como el de Sinforiano, Felipe Benítez, Teofilo Padrón, Pedro Morales, el Banco Hispano, la tienda de Antonio Álamo, el cine del mismo nombre, la ferretería de Pedro Ávila, el comercio de Mateo Ayala; la recova de Juan Gutiérrez; el Cabildo, la Delegación del Gobierno, la biblioteca, el antiguo Gabinete Instructivo, el Casino, la sastrería de aquel amigo de Telde, la casa de doña Inocencia, donde dimos los primeros cursos del bachillerato, el bar "Los Reyes", del recordado Leonardo; el bar "La Peña", donde pasamos buenos ratos alegando con su encargado, Pujol, hoy afincado en el Tamaduste; la parada de guaguas que iban o bien para El Golfo o para Guarazoca; la zapatería de Juan León, la barbería de Valdemoro, que pasó más tarde a Fernando Sánchez; la panadería de los descendientes de Estanislao Ávila, la farmacia de Álvaro Fernández, el comercio de Mateo Padrón; la Aucona de Pancho Díaz, la centralita telefónica de la familia de Mabel, la tienda de Juliana, la Fonda del tío Pepe, la agencia de transportes de Manolo Padilla...

En un tramo de pocos metros estaba el pálpito de Valverde. Allí se desarrollaba buena parte de la vida de los habitantes de la villa y de la isla cuando a ella se acercaban para realizar diversas gestiones, y lo que más nos podía admirar y sorprender: cómo tantos comercios, para los pocos habitantes de la isla, sobrevivían con cierta holgura.

"La calle" tenía también sus ausencias, sobre todo, las tardes de verano cuando la gente se iba para la Caleta, el Tamaduste o Echedo, y se podía decir que la villa se quedaba casi despoblada y por la calle, en esas tardes de frescor por el abanico de los alisios, solo se vislumbraba la figura de José Padrón Machín, que, como cronista de la isla, observaba lo observable y más, y algún que otro recuerdo que, volandero, se encaramaba por aquellas ventanas donde más de una vez sonó la voz de la serenata cálida y nostálgica.