Ocurre a menudo que cuando uno está mucho tiempo encerrado en su casa, con las puertas y ventanas clausuradas, no advierte que el ambiente se va enrareciendo. Sin embargo, le basta con dar un paseo por los domicilios de algunos vecinos y volver luego al suyo para descubrir hasta qué punto huelen mal sus aposentos.

España apesta desde hace tiempo. La sociedad española desprende un insoportable hedor a descomposición. No me refiero solo a la corrupción política y a la centrifugación ocasionada por los nacionalismos periféricos -tan malo es un centralismo absoluto como una fragmentación absurda-, sino a la conducta de unos ciudadanos cuyo civismo ha desaparecido casi por completo. La amabilidad con propios y extraños, tan habitual en los españoles de antaño y uno de los factores del éxito del boom turístico de los años sesenta, simplemente se ha evaporado. Es algo, como esa mencionada fetidez de la vivienda propia mal ventilada que uno no advierte porque la pituitaria posee una imprescindible capacidad de adaptación, que solo se aprecia tras un periplo por el extranjero.

Ayer sábado concluí en Huelva un viaje de 12.000 kilómetros por trece países. Catorce si incluyo la propia España. Un viaje a la intemperie, según la acertada definición del editor de este periódico, que me ha llevado tanto a lugares ya conocidos como a otros nuevos. Antes de salir estaba convencido, por las opiniones que había leído, de que en Grecia, por ejemplo, me tratarían muy bien. En cambio, albergaba dudas inquietantes de lo que me podía suceder en Bulgaria o Albania; o incluso en Croacia, aunque ya había estado en este último país balcánico meramente como transeúnte. Al final he llegado a la conclusión de que con los viajes ocurre algo parecido a lo que nos sucedía con el antiguo servicio militar obligatorio, porque siempre hubo tres tipos de "mili": la que te contaban, la que hacías realmente y la que luego recordabas. La que te contaban los que ya habían estado siempre era terrible tal vez porque querían meterte el miedo en el cuerpo. La que hacías, no tanto; llegado el momento, tratabas de superar de la mejor forma posible el día a la día siempre con la vista fija en la fecha de licenciarte. La mejor mili era la que te quedaba, pues los humanos poseemos la virtud de borrar de nuestra memoria con más facilidad los malos recuerdos que los buenos.

Esperaba bastante más hospitalidad en Grecia -tengo la sensación de que los griegos están muy cabreados con todo el mundo; casi tanto como los españoles- y bastante menos de la que he recibido en ciudades como Belgrado o Sofía. Salvo una búlgara vieja y cascarrabias que me llegó a sacar de quicio, el trato con las personas de esos países ha sido magnífico, aunque a lo mejor he tenido la suerte de encontrar solo a gente excepcionalmente amable. Los alemanes se han convertido en los dueños de Europa y lo saben, pero no se jactan de su hazaña, esta vez sin disparar ni un tiro. La altiva estupidez de los parisinos sigue igual que siempre, aunque la compensa la gentileza de los franceses del sur del país.

España es diferente. No porque Europa termine -o empiece- en los Pirineos, que no es el caso, sino porque los españoles ya no le hacen caso a ese refrán según el cual lo cortés no quita lo valiente. En ningún lugar, salvo en España, me he cruzado con alguien en el pasillo de un hotel o a la entrada de un restaurante que no me haya saludado. En ningún lugar salvo en mi propio país. Y no digamos nada de aquellas personas que me han atendido porque ese era su trabajo. Estoy pensando en el empleado de una gasolinera, en la dependienta de una tienda o en el recepcionista de un hotel. Sin rodeos: el peor trato que he recibido en Francia, por ejemplo, ha sido mucho mejor que el mejor de España. Y eso que Francia, lo dije antes, no está a la cabeza de la amabilidad.

No de la cortesía pero sí de la profesionalidad. Lo escribía hace poco un amigo en este mismo periódico al referirse a esos detalles que se nos están escapando con la atención a los turistas, aunque no es solo eso. "Aquí nadie llega tarde", me comentaba hace un par de semanas en Heilbronn un alemán que ha regresado a su país después de estar veintidós años viviendo en Canarias. "Tengo que recordarlo todos los días porque me había acostumbrado a quedar de nueve a nueve y media".

Lo cortés no quita lo valiente. Las buenas maneras no están reñidas con la modernidad. Sin embargo, y volviendo al ejemplo de la casa mal ventilada, este país lleva tanto tiempo encerrado en sí mismo, con unos ciudadanos creyéndose las mentiras que les inculcan sus políticos y cuatro oportunistas con acceso a los medios de comunicación, junto a las que ellos se dicen a sí mismos, que a cualquier persona medianamente educada la tildan de facha, carca o casposa. Algo a lo que ha contribuido mucho la progresía ibérica, cuyos militantes pretenden ir por el mundo en plan moderno aunque en realidad se quedan en una ranciedad decimonónica.

La actitud colectiva. Esa es la clave. Podrán ir muy bien las exportaciones, que lo van. Podrán venir muchos turistas extranjeros, que son los que más convienen porque aportan dinero procedente del exterior. Podrán mejorar sensiblemente las cifras del desempleo, que están mejorando. Podrán los bancos volver a prestarle dinero a las empresas antes o después de que la propia UE los obligue a hacerlo.

Podremos, en definitiva, tener muchos éxitos parciales, pero mientras no resolvamos este problema de estúpida altivez, mientras sigamos pensando egoístamente en términos personales, locales y hasta autonómicos -y lo que es peor, convencidos de que eso es lo moderno cuando en realidad es todo lo contrario a lo moderno-, mientras no volvamos, en definitiva, a ser el pueblo amable y educado que éramos antes, dudo mucho que salgamos del agujero; al menos que lo consigamos en poco tiempo.

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