Diez minutos después de conocerse la eliminación de Madrid como candidata a celebrar los Juegos de 2020 ya rebosaban las ediciones digitales de los periódicos con comentarios enviados por los lectores eufóricos con el resultado. Para no variar. Entre esas vengativas notas, no obstante, había una que se salía de la línea retorcida para dar en el clavo. El punto flojo de la candidatura madrileña no estaba en el dopaje -los casos recientemente descubiertos en Turquía hablan por sí mismos-, ni en la crisis del país. La propia celebración de los juegos en la capital suponía un acicate para reactivar la inversión pública y mejorar cualquier parámetro económico. Por ahí, nada de nada. El talón de Aquiles estaba en algo que la delegación española presentó como uno de sus puntos fuertes: tener construido el 80 por ciento de las instalaciones olímpicas. ¿Solo una quinta parte por hacer?, llevan muchos meses preguntándose los miembros del COI. ¿Solo podremos negociar un 20 por ciento de las comisiones posibles por las obras?

No estoy acusando a nadie y mucho menos a los ilustrísimos responsables del olimpismo planetario. Únicamente trato de exponer algo que está en la mente de todos: las olimpiadas son un negocio. Un gran negocio que esta vez hemos vuelto a perder para regocijo de unos cuantos ignorantes, tan estúpidos que todavía no han caído en la cuenta de cuánto han perdido ellos mismos el sábado por la noche. Salvo que puedan vivir de sus rentas, claro, lo cual no es el caso de la inmensa mayoría de ellos. Quien piense que se puede convencer a los miembros del COI con palmaditas en la espalda, o con jamones, no es que no conozca al COI; es que desconoce cómo funciona el mundo. Un mundo en el que los países se pelean internamente, no de cara al exterior. e cara al exterior todos son franceses, alemanes o british; o turcos y japoneses, naturalmente. No por patriotismo, aunque también, sino porque es lo que les conviene.

Los españoles también somos diferentes en esto. No solo andamos como perros y gatos entre nosotros, sino que, en plan quijotes del siglo XXI, seguimos sin enterarnos de que internacionalmente no hay aliados ni amigos permanentes, sino intereses permanentes. Lo que dijo Lord Palmerston referido a la Inglaterra decimonónica sigue teniendo una validez universal. Hace unos días, cuando leí que España tenía garantizados 50 votos, me acordé del conde de Romanones cuando todos los miembros de la Real Academia Española le prometieron su apoyo y luego no consiguió ni una sola papeleta para entrar en tan egregia institución. "Joder, qué tropa", dicen que exclamó al conocer la gracia. A lo mejor si hubiera gastado más en fulanas y comilonas, no precisamente para él, su suerte hubiese sido otra.

En cualquier caso, nos han dado un palo tan grande como inmerecido. Ojalá nos sirva de lección para esperar más de nosotros mismos como país y menos de las decisiones de los demás, por muchas promesas que nos hagan.

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